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CHARLOTTE.

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La sesión de las nueve por febrero era con esa sensación de prisa. Acababa sobre las once en aquel cine que llamaban de arte y ensayo, en las épocas del Ogro, un poco más arriba, al final de una cuesta que daba al mar. Casi lleno el cine para ver El portero de Noche por tercera vez, me acuerdo, un sábado del setenta y seis. Salía la baraúnda silenciosa entre aquella humedad que subía del puerto, allí abajo algunas luces con el va y ven, entre la hilera de pesqueros. Mi Shiva de los cuatro brazos era Charlotte Rampling con aquella mirada hermosa y penetrante. Aquel sábado de febrero siempre lo recuerdo por aquella humedad tan penetrante incluso para huesos llenos de vida. Subí por la avenida Donoso arriba y aún miraban dentro de mi los ojos de Charlotte que a mi me parecían tan expresivos como si me hablaran. Mi padre de aquella llevaba tres años con Alzheimer y mi madre y yo a veces estábamos llenos de desesperación. Vivíamos en una casa de planta baja mucho más arriba de acabarse Don

OZONO.

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  Ya te digo que a mí los pensamientos me hablan. Que para estas cosas los pensamientos pensados no son buenos, que mejor que te vayan diciendo lo que tienes que hacer. Hace cuatro días en el Ferry que venía de Tanger me encontré al Terracillos. Traía la cara reventada. Por lo visto las ponedoras que vendió en el Barrage resultaron ser la mayoría gallos y ni un puto huevo en seis meses. Los moros estaban desesperados, y le dieron de hostias para cobrar en especies. -Mi estrategia de vendedor es lo que te digo. La estrategia es que no hay estrategias, pero mientras me la sacudo en un lavabo de mala muerte, reflexiono sobre cuántas veces me la habré sacudido para que la última gota no me importunase con esa desagradable humedad en los calzoncillos. Mi singularidad consiste en vender ozonocizadores, mi jefe de zona me ha desplazado de las granjas de cerdos, de las grandes ponedoras, de las grandes cárceles de chinchillas hasta esta Avenida de Juan Ribera, y como tal me dispongo a ozonizar

TONTINES.

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  Siempre es lo mismo, todo el mundo con esa sensación de que el cielo es un ente abstracto, está allí, con aquella frase tan manida sobre un ser querido que quiso marcharse, quizás harto de estar aquí, diciendo eso, sí,sí, ...de en cualquier lugar que tú estés me seguirás siempre, o mirando al cielo como si allí arriba hubiese una estancia blanca donde todas las almas buenas, estuviesen ululando beatíficamente con unos quimonos blancos, todo blanco como el algodón, así de blanco, flotando sobre nubes como esas que ves cuando vas en un avión para Benidorm. La única verdad de todo esto es que en realidad Julián Duba Etermin aquel hijo de puta estaba en el puto infierno, quemándose eternamente, sin nadie saber que el infierno sí que es verdad que existe, y que está en el núcleo interno de la tierra a unas temperaturas aproximadas de cuatro mil grados centígrados.  En realidad, yo del cielo no sé nada. Ni quién ha ido allí, ni si puedes mirar hacía allí pensando que ese ser amado te vigil

PUNTO Y FINAL.

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VÍA LÁCTEA

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  Todo cálculo era una casualidad porque cuando salían era como una nube que tapaba más aún la penumbra de la noche. Que los murciélagos estaban allí dentro era un hecho, no uno solo, más de trescientos acaso, quién sabía cuántos había... De la tarde de agosto quedaba un mínimo espacio hacia la oscuridad, luego vendría ese azul tirando a negro previo a la oscuridad completa, y al esplendor de la vía láctea, un brazo alargado que se se veía posado sobre el cielo. Quizás nosotros estábamos en ese microscópico punto viendo aquella cercanía de otros mundos que pasaban sobre nuestras cabezas. Os digo que en la cueva del Demonio habría muchos más de trescientos murciélagos. Es un decir la cantidad. Lo bueno es que tenían que salir hacía la Ribera, una vaguada larga antes del pueblo que estaba al fondo, con solo unas cuantas bombillas amarillentas como luciérnagas. Nosotros éramos seis adolescentes con ramas de abedul, ramas altas y tupidas, manejables en nuestras manos para agitarlas, todos

REPTIL.

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  Cuando tenía cuatro añitos mi madre me posaba la cabeza sobre sus enormes tetas, y me quedaba dormido al instante.  Sentía aquel calor, el movimiento suave y acompasado de su respiración, el sonido de su corazón.  Recuerdo que en aquel regazo no tenía miedo a nada. -Yo estaba locamente enamorado de mi madre. -Tiempo después quedé marcado por aquella extraña anomalía. Me salió una lengua bífida, que se enrollaba en espiral sobre sí misma. Besaba siempre dos veces.  -Era un prodigio-. En condiciones normales, arrastrada por el pasillo de mi casa, medía cinco metros doscientos ocho centímetros.  En los transportes urbanos, o cualquier aglomeracion públicas, cuando estaban repletos de seres humanos, mi lengua bífida se deslizaba, aparentemente, como una rama de yedra, reptaba, elegía las hembras más apetecibles que llevasen faldas o pantalones amplios, y me deslizaba sigilosamente hasta alcanzar sus hermosos coños, para mover frenéticamente mi doble lengua en su parte más excitante y ape

LA RUTA DE LA SEDA.

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Estaba sentado allí con cara de jabalí a eso de las nueve de la noche, esperando, con dos cuartillos de vino de Pitarra. Las noches del verano vienen de no sé que lugar lejano. Ella avanzó hacía su espalda como si hubiese un terraplén, con aquel plato de canelones humeando, en equilibrio. El jabato cogió el tenedor con un puño, estilo gladiador, sin decir nada, mete uno en la boca, así caliente, casi flotando como un grumo, paladea, y le dice aquello: hija de puta, esto lo va a comer tu puta madre, ya estoy harto de decirte que los quiero muy cargados de orégano, albahaca y tomate, ni les pusiste la puta guindilla, la próxima vez te los estrello en el patio de luces -esa digamos que era una expresión coloquial de pura rutina-. El paladar es como el mar degustando aguas fecales. El jabato dominaba los gustos. Decía de coña conocer el sabor del aire puro, y el olfato de la nada. Y presagiaba en el ambiente las subidas de humedad y la electricidad estática. Pero había otro trasiego llen

LA FRAGANCIA.

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Teodoro Pelaez Artía, era un maquiavélico psicológico que destruía a todo lo que tocaba. Era de esos compañeros de oficina, “simpatiquillos”, ramplones y miserables que se ríen de todo lo vencido y apocado. Que denigran hasta lo sumo ese tipo de almas cándidas que tienen algo de Cordero Divino. En mis primeros meses de trabajo me lo había hecho pasar muy mal, con sus bromas desconsideradas, sus burlas y vejaciones. No voy a pormenorizar aquí todo lo vivido en aquellos pasillos recortados por biombos y estanterías. - Sería demasiado largo el relato para este exiguo editor de texto. -En fin. Todo tiene en esta vida su justo precio, es el fabuloso precio que vale la venganza. La idea surgió un jueves de semana santa de hace casi un año. Lo vi con su mujer en una sidrería del barrio del Montaró, sentados en una mesa del fondo. No sé si él me vio. Yo los estuve observando largo rato, y comprendí por el comportamiento de ella, por sus miradas, por su forma de gesticular, por un sexto sentido