YA NO CIRCULABA EL AIRE.
Yo había abierto un poco la ventana, y Ella había abierto otra ventana, cinco minutos después. Después de después, Ella vino a decirme que había corriente de aire, que aquello, que esto, que no podía circular la corriente entre las dos ventanas un poquito abiertas tan sólo. Bien. Ella cierra mi ventana, y yo le digo, oyes, por qué tienes que meterte en mi vida, acaso yo me meto en la tuya –a todo eso habrían pasado unos seis minutos de circular el aire a través, a través del espacio entre las dos ventanas, a través de nosotros que estábamos entre las dos ventanas-. Proseguimos discutiendo sobre nuestros espacios vitales asignados, y qué hacer con el aire. Bien. Habrían pasado unos diez minutos, discutiendo sin levantarnos la voz, eso sí. Y llegamos a un acuerdo consensuado. Determinamos que ella había abierto primero su ventana, porque tenía todos los derechos adquiridos para abrir su ventana, y como tal, también, de dejar circular el aire -los derechos sobre el aire no habían sido legislados entre nosotros-. Estuvo largo tiempo, casi doce minutos más, reprochándome cosas que yo había ya olvidado. A mi me entraba por aquí y me salía por aquí lo que ella me decía. Al final, se marchó con cierto desencanto porque observó que yo no quitaba los ojos de mi libro, y ella interpretó que aquello era lo que se solía llamar: oídos sordos. Al final se fue, diciéndome que ya no la quería. Y era cierto.
Ahora, a pesar de mi ventana abierta, ya no circulaba el aire.
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