LA MARIPOSA.







Aquel domingo era de esos en que te levantas después de haber dormido mucho, algo sudado, y al abrir la ventana ves esa calima baja que parece tapar los edificios más cercanos, y no sabes si es contaminación de fábrica siderúrgica, o niebla que trae el mar.

Ella se había levantado por su lado y yo por el otro lado, por el mío, y allí habían quedado aquellos dos huecos en la cama casi perfectos; la fina colcha por el medio, sin deshacer, indicando que en toda la noche no nos habíamos ni rozado.

Yo estaba acabando de lavarme la cara, cuando ella entró en silencio en el baño, y me puso aquella lista encima de la repisa de cristal donde estaban las toallas.
Miré la lista de reojo, y mientras me enjaguaba la boca, fui leyéndola mentalmente: cuatro tazas de eupcakes, dos porciones de tarta de chocolate, un bizcochuelo, uno de crema de chantilly, dos palmeras, una porción de tarta de queso, un trozo de tarta de nueces, una torta de almendra, y cuatro carbayones, -lo de cuatro carbayones me lo había escrito con mayúsculas-.

Los domingos por la mañana la ración de dulce era doble. Ya habíamos pasado la dimensión geométrica de la foca, y estábamos en la progresión a león de mar, apenas nos quedaba cuello, y nuestras cabezas deambulaban pegadas al cuerpo como si hubieran sido posadas por el arcángel de los seres satisfechos.

-Cogí la lista.

Cuando salí a la calle pude apreciar aquella bruma cálida de agosto. Me produjo sofocos mientras atravesaba apresurado la calle con el semáforo en rojo y me metía en la pastelería Cupertino, nuestro habitual suministrador.

Allí le estuve diciendo, después de guardar una religiosa cola: ...ahora dos porciones de esa, ahora dos porciones de aquella, ahora dos palmeras doradas, ahora la torta, y le dije, enfatizando, deme cuatro carbayones, pues no me quedan carbayones, me dice, pues pronto se han acabado, le digo, aún son las nueve de la mañana, pues ya se los han llevado todos, pues deme el resto, pues cóbreme; y eso, lo usual.

Me dejó el lacito, colgué el paquetito del índice, cogí la vuelta, y salí de la pastelería hacia el quiosco de Elvira, allí compré La Nueva España con el suplemento, y me volví para casa.

Cuando entré en la cocina ya estaban los tazones sobre la mesa, había un agradable olor a café recién hecho. Puse el paquete encima y me senté frente a la ventana, en el borde más estrecho de la mesa, ella se sentó en la parte larga.
A todo esto, ni los buenos días nos habíamos dicho desde que nos levantamos. Cuando ya humeaban los tazones, ella tiró del lacito y desmadejó el papel que envolvía los pasteles. Sus ojos dieron un repaso rápido al paquete, moviendo con su índice los de crema de chantilly, y las palmeras, y entonces me dijo aquello con voz de sargento de la legión, mirándome a los ojos, y acercándome mucho su cara plana de boxeador: ¿Dónde están los carbayones?, y yo le digo, pues Cupertino me dijo que se le habían acabado”.

La cosa retornó a un silencio sepulcral, solo se oía el crepitar de la masa pastelera en nuestras bocas.
Parecía que el sopor y la incertidumbre se podían cortar en el aire.
Fue entonces cuando se volvió hacía mi y me echó aquella mirada que no pude soportar..., yo ya me había zampado el de tarta de queso, y una palmera. Cuando por un acto que no puedo explicarme, le di aquel empujón con todas mis fuerzas. Ella tenía en la boca, a medio masticar, el de tarta de nueces.
Después de unos instantes, cuando yo estaba comiendo una tacita de cupcakes y miré al suelo, mis zapatillas se mojaban sobre un charco de sangre, y ella permanecía caída sobre la silla, la cabeza apoyada en el borde del mármol de la repisa de la cocina, en un extraño equilibrio inestable, a punto de desmoronarse contra las baldosas.
Como me imaginé que el día iba para largo, cogí la palmera que quedaba y la mojé lentamente en el café con leche. Sobre mis pies descalzos sentía una cálida humedad pegajosa.
Se veía que era una mujer de mucha sangre.

A todo esto había una mariposa que parecía llevar allí toda la mañana, sobre la cenefa, en una flor azul, dejando un leve rastro de color gris.

Comentarios

Delia Díaz ha dicho que…
esta puede decirse que sí es una venganza dulce

encantome leerlo, Maese

y aplaudo silenciosamente, no quisiera despistar a la mariposa
La abuela frescotona ha dicho que…
tanto merecía la mariposa muerta?
el hombre era muy vengativo, quien compartirá sus noches ahora?
Kenit este escrito lo tiene todo, sexo, comida y muerte..
saludos
goab ha dicho que…
Tus personajes piensan tanto que dan miedo del silencio que contienen.

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