LA MOSCA.
Allí estaba yo con aquel protocolo rutinario, con mis cuatro moscones Lucilia, grandísimos, de costado verde oscuro y brillante, metidos en una caja de plástico de "Ferreros Rocher", sobre el anaquel, a mano, junto al jabón Lagarto.
La Marcela, llena de sospechas, piensa que les meteré aguijón de cebada tempranera por el culo, atravesando su parte abdominal para volarlas. Pero ella no sabe que tengo otras intenciones.
Ahora, aquí, en la bañera, ya me la sujeta bien tiesa el dios Príapo. Casi no la abarco por el tronco, cogida con la mano entre el pulgar y el dedo medio. Bien sabe ella que lleno rajas de receba, chotos de gibosa, y reviento almejas lampiñadas, y mejillones impúberes, cuando me da la gana. Cuando quiero. Que no la tengo grandiosa a lo largo, lo mío es a lo ancho. Les da miedo de sentirla, en baqueta de vacío, hasta sorberles las bolas de los ojos si hace falta, a la que se me espatarre al culeo.
Sí.
Aquí, entre esta agua calentita y el pestillo de corredera pasado, tirado a lo largo sobre la bañera repleta de vapor, me la arreglo despacio, bajándole y subiéndole el prepucio como si la vistiera y la desvistiera con mágico desdén, hasta que se pone hermosa, de lo encarnecida que está.
Yo, de estos placeres, no he disgregado conocimiento al mundo. No son tradiciones populares ni leyendas. Es un invento de la naturaleza y de mis entendederas. Que ya sabéis que el gusto está en uno.
Habiendo destapado la caja de los bombones. Cojo la Lucilia más grande y la arremolino contra el plástico transparente, con el pulgar y el otro dedo. Da hermosura verla agitar aquellas alas verdosas, como si fuera a dormirse la siesta sobre un cristal atormentado de agosto, afanándose en buscar salida hacia alguna mierda de vaca. Le quito un ala, y le quito la otra. Las dos grandes. Le dejo los "aleruchos" para que los agite con frenesí. Así, inválida y desorientada, la poso en el borde de la bañera, dando vueltas sobre sí misma, esperando (de un suponer que ya se acabó el mundo para ella).
Luego me he vuelto a frotar un poco la gorra del capullo, y ya se puso otra vez a lo suela, encarnecida. Estaba el prepucio que casi se revienta por debajo, estirado a lo flor de rosal con rocío de primavera, con esos quiebros de floritos.
Que delicia ver el glande todo regado hasta lo más recóndito de sus cavernas, a mucha presión, redondeado, y el meato abierto, esperando el discurrir de los encantos (que dos litros quisiera de leche en mis huevos, para soltarla despacio, que el gusto está, según andrólogos, en la presión barométrica).
Me dispuse a descansar en posición cómoda, con la cabeza adaptada suavemente sobre un cojín "viscoelástico". Saco el capullo, aflorando equilibrado y equidistante sobre el agua calentita, como una isla perfecta, rodeada de fluido por todas partes, menos por una: la parte de arriba del capullo de mi polla. Como si fuera una isla de las Bermudas.
Así que cojo la mosca manca para el vuelo, y la pongo encima. Allí la dejo, como a un loco Robinson Crusoe, dando vueltas y vueltas, sin salida, medio angustiada. Yo, sintiendo aquello tan leve: sus tarsos prensiles, sus "aleruchos", sus balancines agitándose completamente sobre mi sensible epidermis. Y así, así, así, sí, sí, así, con los ojos cerrados… La cabrona de la mosca que me mete sus palpos maxilares por el mismo meato y se refocila como si quisiera poner huevos. Y a mí, que me viene aquel gusto, que me follo el cielo. A dos tirones para arriba, ¡zas, zas! Y que me corro acompañándome de un bramido, como un estertor. que cuando nos corremos nos morimos un poco existencialmente.
Sí.
Y que sale la mosca disparada, envuelta en la divina leche, precipitadamente estrellada contra la parte de abajo del espejo, quedando allí, aún con cierta vida, pataleando entre aquel condensado color perla.
--Qué desperdicio…, Chacho, si se entera La Marcela--.
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