TE CUENTO.
Esta tarde me estaba zampando una tarta de chocolate que, no sé por qué, me sabía a castañas valdunas. Al acabar de saborear un delicioso pedacito con café con leche, me dio por meter la lengua en el paladar superior, entre la encía y el labio, oye, y… que me doy cuenta de que nunca había estado allí. Pues bien, llevo ya más de media hora pasándome la lengua por esa zona como si fuera la novedad del siglo. Me da un no-sé-qué no haberla conocido antes. Si es que somos de grandes como los Apeninos y no nos conocemos ni la mitad. Ni a nosotros mismos.
Ando nervioso, no te voy a engañar. Con ese runrún de fondo, temiendo que me hayan dado el timo de los mailes.
Llevaba tres meses recibiendo correo basura, ya sabes, esa panda de gilipollas que se hacen pasar por la base de datos de Caja Madrid, o de La Caixa, y te dicen que te han renovado el código de la tarjeta. Otros te prometen tres mil euros por abrir una cuenta en no sé dónde. Y los hay peores, coño, en inglés (yo, que soy desconfiado por naturaleza).
Pero entre todos esos spam, había uno que me llegaba con frecuencia, de perfumes. Siempre me largaban una rengolera sobre una esencia ligera, relajada, pensada para ti, que podías usar profusamente, muy simple, minimalista (que aún no sé qué carajo significa eso), y muy accesible. Que si equilibrio, que si entre luminosa y sensualidad que te cagabas. Con muchas bases elaboradas con porciones de bergamota, cardamomo, piña y papaya. Hediendo, hediendo, hediendo. Todo eso en puto castellano, que vete tú a saber.
La que los firmaba era una rusa llamada Natasha Vorobiov. Decía ser de una zona llamada Velyka, y siempre me escribía aquello de Kak tvoyó imia, que por lo visto es "¿cómo te llamas?" en ruso.
Los mensajes llegaban mezclados en inglés, ruso y español. Empecé a darles importancia cuando me mandó una foto entre frasquitos de colonia: resinas de álamo, pólenes de flores de abedul... árboles de por allá, según se dejaba entender.
…Hediendo, hediendo. Y si querías una elaboración especial, pues podías. Machacado de jazmín, y más esencias derivadas de violetas, rosas y nuez moscada —no nueces, no: nuez moscada, tú—. En otros spams hablaba de combinados nuevos con ámbar y jugosas peras de manteca. Todo esto en idioma de Pelayo, para que veas.
La cosa es que estos mensajes me abrasaban el dedito a base de tanto peticlinear. Pero no me disgustaba leerlos. Era como oler, desde la pantalla, el valle de Marentes en plena primavera.
Entre tanto perfume y tanto correo, Natasha empezó a olerme —no me preguntes cómo— a áurea, a efluvios de agua de rosas.
Alguna que otra noche, antes de dormirme, le hice el pilón, entre cantos de coruxa y sigilos de jineta —sonidos que parecen mezcla de niño lastimado y gorgoteo de brujas enrabiadas—.
Natasha era hermosa. Alta, espigada, con ojos de mar gris y profundo como esas caras de postales ucranianas. En la foto que más me gustaba vestía una blusa blanca, con mangas amplias y bordados rojos y negros, pollera y un delantal avinado, lleno de flores azules. Botas rojas de caña baja que dejaban adivinar unas piernas largas.
La cosa fue a más. Spams, spams y más spams. Ella, con su español macarrónico; yo, con mis chapucillas en ruso (que para qué). Y por el medio, un inglés absurdo que me traducía al revés el Babylon (versión ocho), y que yo interpretaba como podía. Era desesperante no poder comunicarse con cierta fluidez. Pero así es la Internet.
Total, que le hice una transferencia bancaria de mil ochocientos euros a una cuenta en un banco llamado Exin, en pleno Kiev. Vendí tres cordales de madera de roble primeriza a Félix de Navalois, el maderero de Cangas, para reunir la pasta.
Nos carteábamos mucho. Ella siempre con sus mejunjes de colonia, poniéndome frascos de colores chillones y frases como que "perfumaba al mundo".
Yo, por mi parte, le mandé una foto mía de hace doce años, posando con un corzo cazado cerca de Negueira. En plan Robert De Niro en El cazador, después de Vietnam.
—Mi ucranianita de amor —le puse.
Y más de una paja de retenida me hice, apretándome bien el capullo antes de correrme, que da más gusto cuando abres la mano de golpe. Pensando en ella.
Ahora que lo pienso, ya pasaron casi seis meses. La verdad, estoy enamorado. Me lancé p’alante. A la rusa, comida y campo no le van a faltar. Los valles de Ibias y de Velyka son de castaños, robles y xestales amarillos.
Ayer cogí el tren. Hice noche en Madrid. Y ahora me encuentro en una cafetería de Barajas, esperando un vuelo procedente de Kiev. Allí vendrá mi rusa, si es que existe. Mientras tanto, hago tiempo dándole vueltas a la lengua por ese recoveco que redescubrí, justo aquí debajo. Recojo restos de tarta de chocolate que aún me sabe a castañas valdunas.
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