CELDA.
1.
Es la extraña y opresiva certeza de que no hay ojos sobre mí.
Esa clase de silencio absoluto que no tranquiliza, sino que amenaza. Encontrarme en el bosque, entre la maleza espesa y los árboles de troncos nudosos, es haber logrado media huida.
Desde aquí, entre sombras húmedas, puedo ver el edificio. Sus muros se alzan altos, reforzados, coronados de alambradas electrificadas que centellean como dientes de fiera. Entre los muros, una franja de asfalto: la carretera interior. Por ella circulan con puntualidad militar los vehículos de vigilancia, máquinas sin prisa que nunca se detienen.
Cincuenta metros me separan de ese mundo amurallado. Solo cincuenta metros. Y toda una vida.
2.
Vivo en el bosque.
Trabajo en el bosque.
Durante el día talo árboles, fabrico puntales con su carne herida. Por las tardes descanso unas horas, apenas las necesarias para no desfallecer.
Hace ya veinte días que empecé el túnel.
La tierra es generosa: arcillosa, obediente, sin piedras que la hieran ni raíces que la delaten. Cada jornada avanzo lo suficiente: un par de metros, a veces solo unos palmos. Pero avanzo.
Mi ansiedad crece con cada jornada, sí, pero también una alegría que me arde en el pecho. Sé que en menos de una semana estaré dentro. Dentro del edificio. Dentro de la bestia. Dentro de mí.
3.
Por la longitud del túnel, y por su trazado, estoy seguro de haber superado ya la primera alambrada. Luego la carretera de seguridad, y más allá la segunda barrera.
Ahora tengo dudas.
El aire huele distinto. Más denso. Más contenido.
Creo que estoy bajo el edificio.
Mis cálculos me sitúan en la lavandería, tal vez en el área de duchas. No lo sé con certeza.
Lo que sí sé es que, encima de mi cabeza, el mundo se mueve.
Escucho pasos, conversaciones apagadas, el chirrido de carros que se arrastran como insectos sobre un suelo invisible.
Estoy justo debajo de sus pies.
Y no me han sentido.
4.
He entrado.
He reptado por un conducto de ventilación que me ha escupido en la penumbra tibia del edificio.
Desde una claraboya apenas mayor que mis ojos, observo a los hombres del segundo turno en el patio. Sus movimientos tienen un ritmo hipnótico, como si cada uno ejecutara su parte en una danza repetida hasta el olvido.
Me he cambiado de ropa.
La encontré en un casillero sin nombre.
Espero la confusión de la salida, ese instante en que todo parece permitido porque todos se mueven.
Entonces me fundiré con ellos.
Seré uno más.
Seré invisible, como esas palabras que no dejan sombra.
Mi número supuesto es el 1.226.
Mi celda, la 188.
Y sé, con la fe de un condenado, que nadie me delatará.
Porque ahora soy parte del interior.
Y aquí adentro, nadie traiciona lo que no puede escapar.
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