CUÁNTICO.
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De todos los lugares que visitas, siempre hay uno más frío.
Otro, en cambio, te recibe con un tibio resplandor que roza lo amable.
Y alguno —quizá el más inquietante— te huele a confituras, a zapatos viejos, a goma industrial, a comida templada.
Si existe el desdén, entonces yo soy su centro de gravedad.
Habito bajo sus influjos ausentes, como si la indiferencia fuera un sistema solar con su sol apagado.
Mis ojos se pierden en el centro mismo de un punto muerto, suspendidos como partículas sin certeza.
Nos sentábamos frente a frente.
Volvíamos a encontrarnos con los ojos, una vez más, de tantas veces ya.
Era domingo, como casi siempre. Sin nada que hacer.
Alguien había bajado el día hasta nosotros, como quien baja una lámpara vieja del altillo, y con él venía una claridad tenue que se colaba por la ventana y caía, con su peso invisible, sobre la mesa.
Se cumplía la paradoja: existía lo que olía.
Y, casualmente, olía a potaje de garbanzos con bacalao.
Los garbanzos hervidos, el bacalao desmigado, todo junto en una masa humeante.
La cocina era un espacio habitado —todos juntos— y la abuelita al fondo, como un objeto inamovible del mobiliario afectivo.
Si miras nuestras manos, boca arriba o boca abajo, verás que son manos que llegaron hasta aquí de forma ruda, aprendiendo a coger pan, a manejar cubiertos con torpeza antropológica.
Comíamos ayudados por cucharas, tenedores.
Yo bebía vino tinto a morro.
Ellos, agua en vasos de cristal: transparente y sin memoria.
Ella —MI mujer— cocinaba todo con dedicación exacta, con un amor sin nombre.
Los garbanzos le salían perfectos, como si supiera que en la alquimia de lo mínimo reside el sentido.
Le decía:
—Tú, yo, todos nosotros… estamos hechos de átomos. Somos átomos.
Tan pequeños, tan absurdamente pequeños, que si la Tierra fuera como un garbanzo —uno de esos que tienes en el plato—, ese garbanzo sería, en proporción, un átomo frente a la Tierra verdadera.
Sí. Así de ridículos somos.
La abuela trituraba el bacalao con su dentadura postiza, pegada al paladar por una ventosa.
Hebras de bacalao daban vueltas en su boca sin dirección ni urgencia.
Y yo —Dios me perdone— cerraba el puño, dispuesto a desnucarla si no lo escupía ya.
Incluso al suelo.
Pero lo tragó, con un sonido estertóreo que aún me vibra en los huesos.
Yo se lo había dicho todo a ella, incluso lo del átomo.
Y también le había dicho que, por la siesta, íbamos a follar.
Follar, así, con esa palabra tan seca y mecánica.
Se lo decía para que se sentase en el bidé, para que se hiciera las abluciones, por si me daba por comerle el coño.
La abuela es mía, no suya. Es mi abuela. Y no se muere aún.
Les dije a todos, con voz pausada:
—Epiciclamos. Sí.
Vamos en línea recta, pero damos vueltas sobre nosotros mismos.
Tú, cuando vas al súper, epiciclas.
El niño, camino al colegio, también.
Y yo epiciclo cuando recojo los Tampax en los váteres de los edificios oficiales.
O cuando el jefe me manda a desratizar las alcantarillas: las ratas también epiciclan, las hijas de puta.
Y entonces los miro.
Y repito, como quien reza:
—Estamos hechos de átomos. Muchos átomos. Juntos. Apilados. Fluctuantes.
Pero jamás nos tocamos.
Es una ilusión.
Nos rozamos sin rozarnos, como pensamientos en una mente desordenada.
La abuela rebañaba con el pan, dándole vueltas al plato hasta dejarlo limpio.
Yo vaciaba el vino, a borbotones.
La abuela aún tenía hambre.
Y yo vi aquel ramaje de bacalao, enredado como maleza entre unos veinte garbanzos y un trozo de patata temprana.
Y me vino Poncio Pilatos a la mollera.
Y le puse todo eso, con delicadeza, en el fondo del plato, donde había florecillas decorativas, como una ofrenda.
Seguía hablándoles:
—Los átomos con carga desigual se llaman iones. Tú tienes iones. Yo también.
Y de pronto, mientras miraba el plato —por decirlo así—, oí el rugido.
No era el niño.
No era ella.
Era la abuela.
Como una madeja en el suelo, agitando las piernas. Epiciclando.
Mi mujer se levantó para abrirle la boca.
Y yo le dije:
—Quieta.
Deja esa boca.
Que sea una boca menos.
Objetivamente hablando, no se puede determinar con exactitud la posición de algo que se mueve tan rápido y es tan pequeño.
Si medimos la posición de un electrón con la precisión de un átomo, entonces no podemos conocer su velocidad ni su estado exacto.
¿Con qué regla de costurera vas a medir la cabeza de un alfiler?
Sí. Sí. Sí. Sí.
Eso les decía, mientras el niño y ella lloraban.
Porque, en realidad, no tenían ni puta idea de física cuántica.
Y la abuela ya estaba medio muerta sobre el suelo.
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