EL SACRIFICIO.

 La estancia era diáfana, como si hubiera sido dispuesta con esmero para recibirme. No hacía ni frío ni calor entre aquellas paredes altas, coronadas por rosetones de colores que filtraban una luz que se disolvía con forma de penumbra. Hileras de pilares cónicos se erguían solemnes, sosteniendo cúpulas recamadas de alegorías cósmicas, pinturas celestiales, donde constelaciones imposibles danzaban en silencio eterno.

El olor a incienso era espeso, casi material, y los coros envolvían el aire con cánticos de origen de adoración religiosa. Sus voces no parecían humanas ni celestiales: eran de otro mundo, de otro tiempo. Yo avanzaba por la nave central con las manos atadas a la espalda, como si mi cuerpo conociera el camino antes que mi voluntad. A mi derecha, nadie. A mi izquierda, tampoco. Solo el vacío y la respiración imposible de las piedras.

Al fondo, el altar irradiaba una quietud implacable. Inquietante. Me acerqué con pasos contenidos, sintiendo cómo el mármol absorbía mis temores. Frente a las imágenes policromadas me detuve unos instantes: figuras detenidas en una agonía de pigmento, que me miraban sin ojos. Luego me arrodillé ante un tocho de madera —un tarugo sin nombre, sin ornamento— y apoyé la frente con suavidad, como quien se rinde sin que se le exija palabra.

Y así aguardé.

El tiempo se volvió denso, deshilachado. No había relojes ni compases. Solo la espera. Larga. Intacta. Suspendida.

Y aún tuve que esperar más.

Esperar, con la cabeza gacha, la llegada del verdugo.


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