LINEA.
La línea clara
Era un rito solitario, casi litúrgico. Más o menos cada tres días, siempre por la tarde, él la llamaba.
Conducía los cuatro kilómetros que lo separaban del Cerro del Puerto, cruzando las ruinas romanas, bordeando prados que parecían no saber del paso del tiempo, eternamente verdes.
Aparcaba en el rincón más alejado y solitario del estacionamiento.
Muchos días, el mar se ofrecía nítido, sin bruma, con una transparencia casi ofensiva. Algún barco cercano lanzaba su pitido largo y grave —aviso ritual al práctico—, y cuando bajaba la ventanilla del coche, el rumor metálico del puerto le envolvía como una letanía lejana.
A eso de las cuatro y media, marcaba.
Sabía que ella dormía la siesta, o al menos lo intentaba.
Entonces sonaba su voz al otro lado: cercana, conocida, sin sobresaltos.
Charlaban de cosas sin importancia, retazos de tiempo, detalles. Él le describía lo que veía: la bruma o su ausencia, la claridad del horizonte, el azul hiriente del mar.
A veces, bajaba el tono. Se volvía más íntimo, más pausado. Su voz comenzaba a acariciarla. Tenía ese don: describir con lentitud casi quirúrgica, como quien dibuja con palabras lo que sus dedos imaginan.
Y ella, poco a poco, iba cambiando el ritmo de su respiración.
Las palabras le salían entrecortadas, envueltas en suspiros, como si se mecieran en el filo de un sueño.
Él seguía: describía la ensoñación de sus manos deslizándose sobre su cuerpo, su boca entre sus piernas, el vaivén de su pelvis cuando se erguía sobre ella.
Y llegaba el instante.
El momento en que el teléfono ya no transmitía lenguaje articulado, sino un extraño intercambio de murmullos, jadeos, estremecimientos reales o fingidos.
Él, mientras tanto, se acariciaba.
Miraba sin ver, con los ojos fijos en la línea del mar.
Una raya clara y perfecta, tan limpia como si la hubiera trazado un niño.
Una línea inalcanzable.
Dentro de esa rutina tejida de ausencia, él ya no sabía —o quizás sí lo sabía, pero fingía no saberlo— que al otro lado de la línea…
no había nadie.
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