ESTÍO.
Rózame.
No con las yemas, no con los dedos. Con tu sombra.
O con esa forma indecente que tienes de pensarme.
Pásate por aquí, de arriba abajo, en hora punta, entre el gentío
Rózame con la idea de que existo.
A veces me dices cosas que no entiendo,
pero que se me quedan dentro, como astillas.
“Bésame sobre el piélago de mis labios”,
susurras, y no tengo idea —ni quiero tenerla—
de qué es un piélago.
Pero se me eriza todo.
Y busco. Busco en el diccionario, como si de allí pudiera salir
una salvación o un dedo que me palpe.
¿Hay álgebra en tus poemas?
¿O es física cuántica en lenguaje de carne?
¿Son fórmulas tus versos para que no me derrumbe?
Camino siempre por el filo de la acera,
como quien no tiene tierra firme en el corazón.
Los camiones me miran desde sus retrovisores cóncavos,
y siento que podrían tragarse este cuerpo frágil,
lleno de hernias, de ternura, de ganas.
Descargan cajas, olores, envases, pesos muertos.
Langostinos congelados.
Bayetas.
Helados de vainilla con sabor a olvido.
Chucherías fluorescentes, como promesas para niños que ya no existen.
Pilas de petaca: corazón de repuesto,
¿dónde se compra uno que no tiemble?
Y llevo tu mano aquí, desde ayer,
en el aductor izquierdo, justo donde el dolor hace nido.
Acaricias el bulto de la hernia como quien toca una ruina.
Y me encojo, sí,
me hago mínimo por el mismo bordillo.
Hay jóvenes bailando,
vestidos de anonimato,
con auriculares como prótesis de identidad.
Van y vienen. Son bellos en su torpeza,
cargados de pan y tristeza,
con ojos que aún no saben ver.
Me dices versos, y no sé de dónde los sacas.
A veces creo que los exhalas de algún lugar más viejo que el cuerpo,
más viejo que el lenguaje.
Y yo, sin entender, me quedo pensando.
Y es raro, pero pensar en ti me hace sentir bien,
como si la mente se lamiera a sí misma, sin juicio.
La tristeza va dejando surcos grises en tu cara,
pero yo no la he visto.
No tu tristeza.
Sólo ese aire azul que entra por tu boca
como niebla infernal de una divinidad fracasada.
Lees poemas de un maricón muerto,
y te quedan pegados a la piel como escarcha.
Es un sarpullido de amor.
De amor sin edad, sin género, sin pronombre.
Tus palabras me empalman.
Sí.
No pares.
Dilo así,
tan mal,
tan bien.
Dilo como si el mundo fuera un hueco
que sólo puede llenarse con incongruencias.
Mi bordillo es más fino aún.
Como el filo de una cuchilla de afeitar que no corta el cuello
pero sí la respiración.
Y mientras camino,
me cruzo con un olor a supermercado
y se me van las ganas de todo.
De existir.
De volver.
De fingir que no duele ser.
Y entonces lo sé.
Sinceramente.
No es el alma la que tiene piel.
Sólo el corazón.
Y el mío, por ahora, sigue sangrando.
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