BOTELLA DE KLEIN.
Era un día de calor extremo en Aldea Duque.
El polvo del camino se pegaba al sudor y convertía la ropa en costra.
A las cuatro de la tarde, cuando la sombra se encoge y ni los perros ladran, Pesno de Aldua, borracho de renombre, cruzó tambaleando la plaza y entró en La Parada del Carro.
El cantinero, Amercio, lo miró con fastidio.
Pesno, con la camisa abierta, el pelo enmarañado y los pies casi descalzos, apoyó los codos sobre la barra.
El aire estaba pesado, como si la tarde fuera un horno invisible.
—Amercio… —balbuceó, con la voz seca como la tierra del camino—.
Dame una botella. Pero no cualquiera.
Dame… una botella de Klein llena de vino.
Amercio dejó de limpiar el vaso. Lo observó en silencio.
—¿Y para qué quieres eso, si ni el demonio podría llenarla?
Pesno sonrió con los labios partidos.
—Porque yo bebo para vaciarme… pero nunca termino. Siempre queda dentro lo que quiero olvidar. Si me das una botella que nunca pueda llenarse, tal vez tampoco nunca se vacíe.
Amercio no contestó. Afuera, una mula rebuznó como si entendiera la broma.
Pesno, sin esperar respuesta, se dejó caer en una silla y apoyó la cabeza sobre la mesa.
Parecía dormido, pero murmuraba todavía:
—Una botella sin dentro ni fuera… como mi vida… como este calor…
La cantina quedó en silencio. Solo el reloj marcaba la hora en círculos, igual que el pensamiento circular del borracho.
En Aldea Duque, esa tarde, todos comprendieron que Pedirse una botella de Klein es pedir lo imposible… y sin embargo, es el único vino que puede calmar una sed infinita.
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