BOTELLA DE KLEIN.
El sol era un puño de fuego golpeando la nuca de las gentes de Aldea del Duque. No había polvo ni aire: todo era costra, igual que un leve sudario reseco que se pegaba al cuerpo como si quisiera disolverlo y hacerlo invisible.
A las cuatro de la tarde, el tiempo parecía confundirse con un espejismo, vapor que ascendía en sombras transparentes que huían despavoridas. Pesno de Aldua —el borracho oficial con nombre de leyenda muerta— se arrastró por la plaza. Cada paso no era un movimiento, sino la representación fallida de lo que en algún momento se llamó el ritmo de la vida.
Entró en La Parada del Carro. Dentro, el aire era más fresco, como si la desesperación hubiese encontrado allí un lugar donde guarecerse. Arsenio, el cantinero, lo observó sin asombro: sus ojos ya habían atravesado todos los finales posibles, y ninguno era distinto al de otros días. Pesno se desplomó apoyando los codos sobre la barra: era un montón de trapos, sudor, una derrota que aún respiraba.
—Arsenio… —su voz se quebró temblorosa—. Dame una botella. Pero no una de este mundo. Dame… esa botella de Klein. Y, por tus cojones, llénala de vino, si puedes, cabrón.
El paño que Arsenio sostenía limpiando un vaso quedó suspendido en el aire. No era la petición de un borracho; era una herida que se abría sola, sin manos que la rasgaran.
—¿Y para qué, Pesno? —murmuró el cantinero—. Ni siquiera el demonio podría llenarla. Esa botella no tiene dentro, no tiene fuera. Es superficie sin fin, piel de un universo que se muerde la cola una y otra vez.
Pesno sonrió, o algo parecido. La sonrisa era apenas el eco de un gesto extinguido, mostrando unos dientes irregulares y sucios.
—Justamente por eso… —balbuceó—. He bebido toda mi vida para vaciarme de mí mismo, para drenar lo que soy, lo que fui y lo que nunca me será permitido ser. Y nunca se acaba. El olvido es un espejismo que siempre me recuerda lo que intento borrar. Pero si no hay interior, si todo es superficie interminable, ¿dónde podría esconderse lo que me persigue? ¿Dónde estaría la culpa, si ya no hay lugar en que habitar?
El silencio se hizo más real. Afuera, una carcajada seca y ronca atravesó el aire abrasador. Nadie supo si era una mula, el viento, o el eco de Dios riéndose de su propia creación bajo la canícula.
Pesno caminó hacia atrás y se derrumbó en una silla. El sueño parecía reclamarlo, aunque sus labios seguían murmurando:
—Una botella sin dentro ni fuera… un recipiente que solo existe para mostrar su propia imposibilidad, como si fuera un juego indescifrable e interminable. Así es la vida: un círculo que nunca recuerda su origen, una sed que nunca alcanza su alivio. El adentro y el afuera son la misma trampa: el saber que no hay escapatoria.
El viejo reloj ladeado de la cantina marcaba los segundos como si aquel tiempo marcado fuera de otro mundo. Cada tic era una vuelta más de un pensamiento condenado a repetirse.
En Aldea del Duque, esa tarde, todos comprendieron lo incomprensible, lo misterioso de aquella botella que el cantinero guardaba en lo más alto del anaquel: pedir la botella de Klein no es pedir lo imposible, sino reconocerse ya dentro de ello. Concebir la derrota y la muerte. No es clamar por bebida, sino por un castigo que no conoce principio ni final. Es desear una embriaguez que, en vez de liberar, prolonga la cárcel de la existencia, porque el infierno, aunque no lo creas, está en este mundo.
---Sí.
Porque hay almas que sólo son recipientes llenos de vacío, superficies infinitas: no se llenan, no se vacían, solo se arrastran por la eternidad de su propia forma invisible. Y, a veces, retornan aquí, a este mundo, al verdadero infierno, encarnadas en la calima que tiembla como un espejismo… como Pesno, que se hace real infinitas veces, y todavía parece arrastrar los pies hasta el mostrador de La Parada, por si aquella botella en lo alto del anaquel, contradiciendo toda razón, algún día, apareciese llena para liberarlo de su embriaguez eterna en un mágico desafío.
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