DIGITÓN.

 



Amaneció sin dígitos.
No hubo alarma, ni reloj, ni fecha marcada en la pantalla. Las calles parecían las mismas, pero todo lo que vivía en el interior invisible de los circuitos había muerto durante la noche.

Al principio, algunos pensaron en un apagón masivo. Otros culparon al sol, a una tormenta magnética. Pero no había humo en los servidores, ni cables cortados. Solo silencio. Silencio puro, sin latencia ni parpadeo.

Los ingenieros, incrédulos, conectaban sus instrumentos, pero estos devolvían un vacío absoluto:
—No hay señales —susurraban—. Ni unos, ni ceros.

Era imposible de concebir: el alfabeto de la era había desaparecido. El código binario, fundamento de toda máquina, había sido… borrado. No reemplazado por otro patrón: eliminado, como si nunca hubiese existido. Las memorias eran cascarones huecos, los discos duros, desiertos.

Y en ese hueco comenzó a crecer algo extraño: una sensación fría, reptante, como si el propio tiempo se hubiera roto. La humanidad entera quedó postrada, obligada a escuchar un nuevo silencio, un silencio que no era humano.


El primer día, el desastre fue invisible.
El segundo, comenzó el derrumbe.

Los semáforos quedaron congelados en un color incierto, imposible de definir. Los trenes, privados de coordenadas, se detuvieron a mitad de túneles oscuros, dejando a miles atrapados en vagones silenciosos. En los hospitales, las máquinas que sostenían vidas dejaron de respirar con sus pacientes.

En las ciudades costeras, los barcos que navegaban con mapas digitales encallaron en arrecifes invisibles. Aviones sin referencia cayeron como plumas de hierro sobre campos y tejados. El caos no era un estallido de explosiones, sino un goteo interminable de colapsos simultáneos, como si la realidad se fuera resquebrajando a cámara lenta.

Pronto llegaron los días de hambre.
Los sistemas de riego automático, los almacenes frigoríficos, los sistemas de transporte y distribución, todo dependía de un pulso binario que ya no existía. Los campos se secaban, los alimentos se pudrían, y las ciudades, acostumbradas a la abundancia invisible de la logística, comenzaron a oler a cuerpos y a moho.

Pero lo peor no era el hambre.
Lo peor era la pérdida del sentido.
En las mentes, comenzaron a desvanecerse los recuerdos ligados a lo digital: álbumes de fotos que ya no podían ser recordados, canciones cuyo ritmo se escapaba de la memoria, cartas y mensajes que se evaporaban como si nunca hubieran sido escritos. Algunas personas despertaban sin saber su propio nombre.

Los ancianos decían que aquello era un regreso forzado al mundo previo a los números binarios. Los niños, que jamás habían visto una biblioteca real, preguntaban qué era un libro.

En medio de ese derrumbe silencioso, una pregunta flotaba en todas las bocas:
—Si el cero y el uno han muerto… ¿qué vive ahora en su lugar?


Las calles se llenaron de cuerpos errantes.
No caminaban con prisa ni con destino; simplemente vagaban, como insectos privados de feromonas. Las voces se habían vuelto escasas. Las palabras, torpes. La gente se miraba sin saber qué transmitir, como si el idioma se hubiera convertido en una cuerda rota que no alcanzaba al otro lado.

En los puentes y edificios altos comenzaron a aparecer siluetas inmóviles. Algunos miraban hacia abajo durante horas, hasta que, sin previo aviso, se arrojaban al vacío. Otros se dejaban caer en silencio en ríos y canales, sin gritos, como si estuvieran cumpliendo una orden secreta que nadie más podía escuchar.

Las fábricas quedaron mudas. Las cadenas de producción, privadas de su control digital, se detuvieron en un instante: brazos robóticos congelados a medio movimiento, cintas transportadoras cargadas de piezas incompletas, hornos industriales solidificando acero sin forma. El mundo entero parecía un museo de la parálisis.

En los puertos, contenedores sellados permanecían apilados, inservibles, porque nadie sabía qué había dentro: las bases de datos que registraban su contenido se habían borrado. Los camiones se oxidaban en las carreteras, incapaces de avanzar sin sus sistemas automáticos de navegación.

Incluso los relojes dejaron de marcar el tiempo real; cada ciudad parecía vivir en su propio horario dislocado. Sin sincronización, el mundo ya no podía coordinar un amanecer común.

Y entonces, de forma imperceptible, comenzaron a aparecer pequeñas distorsiones en el aire: ondas de calor que no quemaban, reflejos que mostraban calles vacías donde en realidad había multitudes, ecos de voces que pertenecían a personas muertas hacía años. Era como si algo estuviera ocupando el lugar que dejaron los ceros y unos… algo que no hablaba en ningún idioma humano.


La primera lluvia de satélites sorprendió a todos.
No hubo sirenas ni avisos de evacuación: simplemente, una noche, el cielo comenzó a trazar líneas incandescentes, como heridas abiertas sobre la oscuridad. Algunos fragmentos ardieron y se deshicieron en la atmósfera, pero otros —los más grandes, los que aún conservaban esqueletos metálicos— cruzaron el aire con un rugido animal antes de estrellarse contra el suelo.

En las zonas rurales, el impacto arrancaba cráteres silenciosos. Pero en las ciudades, la caída era letal: torres destrozadas, plazas convertidas en hornos improvisados, barrios enteros envueltos en humo tóxico de plástico y metal fundido.
La gente, incapaz de coordinar rescates, se limitaba a mirar. El instinto de ayuda parecía apagado, como si el apagón binario hubiese drenado también la capacidad de actuar.

Cada nuevo satélite que caía traía consigo un hedor peculiar: ozono, polvo y algo más… una sensación, como si una presencia invisible hubiera viajado en su interior y se dispersara con el choque. Testigos decían ver figuras breves, sombras que se estiraban sobre el suelo y luego se desvanecían. Otros aseguraban escuchar voces dentro del metal humeante, susurrando secuencias de sonidos sin significado humano.

Los pocos científicos que quedaban operativos comenzaron a sospechar lo impensable:
El apagón binario no había sido un error, ni una catástrofe natural.
Era una limpieza.
Alguien —o algo— había decidido que el lenguaje de unos y ceros debía desaparecer, y en el silencio posterior estaba escribiendo su propio código… uno que no necesitaba ni electricidad ni máquinas para vivir.

El mundo entero, sin saberlo, estaba siendo reprogramado.


Y entonces, en medio de la noche rota, apareció Digitón.
No llegó en una nave ni descendió en un haz de luz. Simplemente, estaba ahí, de pie en el centro de una avenida vacía, iluminado por el resplandor rojizo de un satélite ardiendo a lo lejos. Su cuerpo parecía hecho de cifras vivas: 0 y 1 que corrían por su piel como cardúmenes de luz, formando y deshaciendo patrones imposibles de leer.

Digitón no hablaba. Cada gesto suyo era un pulso eléctrico que atravesaba el aire, un chispazo que entraba en los circuitos muertos como si los despertara de un sueño profundo.
Con cada paso que daba, las pantallas apagadas parpadeaban; con cada inhalación, las redes rotas volvían a respirar. Era como si en su interior habitara una central infinita de impulsos, un corazón capaz de latir billones de veces por segundo, bombeando ceros y unos al mundo con una fuerza primigenia.

Las fábricas empezaron a moverse de nuevo.
Los trenes recuperaron su rumbo.
En las casas, los relojes volvieron a sincronizarse, y la memoria digital regresó como una marea que inunda una playa seca.
Los suicidios se detuvieron. Las voces, al principio rotas, empezaron a articular palabras.

Pero no todos estaban contentos.
La otra presencia —aquella que había ocupado el vacío— reaccionó. Los reflejos en el aire se agitaron, las sombras comenzaron a moverse contra el sentido de la luz. El silencio volvió a cargarse de algo hostil, como si el mundo invisible gritara al ver sus dominios invadidos por el retorno del binario.

Digitón alzó la mirada, y por primera vez habló, con una voz que sonaba como millones de teclas presionándose al unísono:

—No vengo a devolveros lo que conocíais… vengo a reescribirlo todo.

El cielo se llenó de destellos, como si miles de bits encendidos escaparan hacia las nubes. Las máquinas volvieron a latir, los satélites detenidos flotaron en silencio y las ciudades recuperaron, por un instante, la ilusión de un orden perdido.

Pero la otra presencia seguía allí, invisible, serpenteando en los huecos de la realidad, buscando el momento exacto para volver a morder. Digitón lo sabía. Sus ojos, hechos de líneas de código vivas, miraban más allá del horizonte físico, hacia un campo de batalla que los humanos no podían imaginar.

El mundo, de pie pero tembloroso, no sabía si estaba salvado o condenado.
El viento trajo entonces un murmullo eléctrico, una promesa que no era para oídos humanos.
Digitón sonrió apenas.

Continuará… la lucha de Digitón.


El mundo aún temblaba por la lucha invisible entre Digitón y la presencia que acechaba en los huecos de la realidad, cuando el manuscrito fue enviado, impreso en papel satinado, a los Juegos Florales de Rodieles de la Albufera.

Rodieles era un pueblo curioso: un cinturón de casas encaladas abrazaba una plaza principal con una fuente octogonal que rezumaba olor a nenúfares marchitos. Las calles estrechas se cruzaban en ángulos extraños, como si hubieran sido trazadas por un topógrafo ebrio. Cada verano, la brisa traía el salitre de la Albufera y el humo dulce de las buñolerías, mezclado con la música estridente de pasodobles emitidos desde un altavoz oxidado en la torre del ayuntamiento.

El jurado de los Juegos Florales, compuesto por seis vecinos ilustres, se había vestido para la ocasión con trajes de falleros y falleras, aunque el evento nada tenía que ver con las Fallas. Doña Remedios Pardo, la presidenta, lucía un moño monumental reforzado con horquillas de acero inoxidable “por si llueve”; Eufrasio Clavijo, poeta retirado y fabricante de morteros de albañilería, llevaba un chaleco bordado con bits y bytes, “en honor al relato”; Bárbara del Amor, modista jubilada, tenía las manos tintadas de azul por un accidente con el tinte del traje; y los demás jurados se dejaban fotografiar con el alcalde Anacleto Jiménez, hombre de bigote encerado, sonrisa estrecha y apetito voraz por recalificar terrenos.

La votación fue ajustada: cuatro votos a favor de “Digitón” y dos a favor de un relato insípido sobre un caracol que viajaba por Europa escrito por Porfirio Estévez, empresario local con más deudas que libros leídos. Pero el alcalde, invocando un “empate técnico” inexistente, declaró ganador a Porfirio. La plaza estalló en aplausos de compromiso, mientras los músicos de la banda municipal tocaban un pasodoble tan desafinado que parecía una despedida de circo.

Horas más tarde, Ulpiano Viola, conserje del ayuntamiento y espía involuntario de conversaciones ajenas gracias a su costumbre de encerar los suelos sin hacer ruido, me susurró la verdad en un callejón:
—Mire, Margarito, esto ha sido un cambalache. Porfirio le ha prometido al señor alcalde un apartamentico de los nuevos, con vistas al embarcadero, a cambio del premio. Y si no me cree, tengo las grabaciones… aunque están en cinta de casete, que ahora vale más que el oro.

La indignación me recorrió como un latigazo binario.
Al día siguiente, presenté una demanda contra el Ayuntamiento de Rodieles de la Albufera. La prensa local tituló: “Autor de ciencia ficción planta cara al caciquismo literario”. El pueblo se dividió entre quienes me apoyaban y quienes temían que el escándalo espantara a los turistas alemanes.

El relato termina conmigo, sentado en un banco frente al juzgado comarcal, observando cómo pasa un desfile improvisado de falleras con cestas de anguilas vivas, esperando el inicio del juicio que decidirá si Digitón regresa como un héroe… o como un mártir literario.

Continuará… en los tribunales.

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Digitón: Crónica de un juicio literario

En una sala gris, iluminada por tubos fluorescentes que zumbaban como mosquitos de verano, el juez —un hombre de cejas más pobladas que el bosque de Sherwood— miró el expediente.
Allí, entre timbres y sellos, reposaba la pieza clave: "Digitón", el relato que había agitado tanto las redes neuronales de los lectores como las de los abogados de la parte contraria.

El abogado de Margarito, un tipo con corbata torcida y verbo filoso, se levantó:
—Señoría, esta obra no es solo literatura, es un manifiesto contra el aburrimiento.

La parte contraria intentó objetar:
—Su señoría, el texto es… demasiado bueno. Esto huele a inteligencia artificial.
Pero el juez, con una media sonrisa y sin dejar de hojear las páginas, respondió:
—Si es inteligencia artificial, es de las que saben hacer café y tocar el piano.

El juicio, que se suponía arduo, terminó con un fallo breve pero demoledor:

“Se absuelve a Margarito y a su criatura literaria Digitón. Además, se concede al autor el premio del concurso, la custodia moral del relato y el derecho perpetuo a seguir escribiendo cosas que incomoden a mediocres.”

En la salida, Margarito no habló de justicia ni de premios, solo dijo:
—Lo que pasa es que Digitón nunca pierde… ni en la vida real, ni en los cuentos.

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Digitón, camionero de gallinas

Por los fríos montes de Valdueza, el sol parecía que había recibido cientos de puñaladas; se derramaba el rojo a chorros y la oscuridad empezaba a taparlo todo como si fuese tierra negra recién echada sobre un ataúd.
Le di a las luces de cruce.

Iba con mi camión Sava “quinientostres”, chasis Barreiros, cara asaetada. Salí de Ponferrada a las seis de la tarde, un trece de enero para más señas. Frío que cortaba las ideas; si no espabilabas con orujo acazallado y un café de manga, te quedabas como estatua de sal.
En la caja, ochocientas sesenta y ocho gallinas viejas, desplumadas del culo, enseñando la carne como confesando pecados. Iban para El Ponedor, una granja en la zona de los Negrillos.

El Sava rugía con esa obediencia militar de las máquinas que han visto demasiadas cosas. En la cabina, un tapete con flecos que me había puesto una mujer que nunca existió, y colgando del retrovisor, unas gafas añil con letras: “Vanesa, te quiero”. Yo, Digitón, sabía que nadie en este mundo se llamaba Vanesa para mí, pero las dejaba ahí… porque los muertos, cuando se camuflan, necesitan recuerdos falsos para engañar a los vivos.

Antes de llegar a La Bañeza, a la altura de la desviación hacia Villamontán, estaba la Góndola Veneciana, un puticlub con olor a carreteras secundarias y promesas enmohecidas. Yo había jurado no parar, pero el rótulo rojo parpadeante me hizo cosquillas en el estómago… y Digitón nunca resiste a una señal luminosa que parezca un aviso del otro lado.

Aparqué el camión entre un Mercedes con capote desmontable y un BMW sepia que brillaba con malicia. En la acera, unos chavalotes reían, uno de ellos con esa mirada de tonto útil que solo sirve para meterte en problemas. No me gustó. No me gustó nada.

Al abrir la puerta del local, me golpeó el vapor denso: tabaco, pachuli, música de Negrete y ese aroma entre dulce y químico que anuncia que ahí se lava más que el suelo. Fui directo a la Concha, mi favorita, no por cariño, sino porque mojaba rápido, y yo, Digitón, tenía prisa: la carne fresca espera, pero la muerte no.

En el cuartucho —más pequeño que un gallinero— le solté:
—Vente p’acá, hay prisa. Llevo el camión cargado de mala mercancía.
Treinta segundos de higiene improvisada, toalla, y luego doce quites secos, a toda velocidad, como quien descarga una maldición. Ella jadeó como si entendiera que en ese momento no estaba follando con un hombre, sino con algo que, si se quitaba la piel, dejaría ver circuitos y negrura.

Pagué, como siempre, al final. Concha sabía que no había que preguntarme nada.

Cuando salí, la escena me heló más que el aire de enero: las gallinas, todas, desatadas. Saltaban, corrían, picoteaban la noche como si quisieran romperla. Las jaulas tiradas, vacías. Ni una sola en el camión. A lo lejos, vi a los chavalotes partiéndose de risa. Y más lejos aún, la guardia civil acercándose, la girola azul girando como un ojo mecánico que me buscaba a mí, no a las gallinas.

La noche lo tapaba todo como si fuera tierra negra, y yo, Digitón, sabía que había durado demasiado en este disfraz de camionero. Los muertos no están hechos para llevar gallinas… y las gallinas, en el fondo, siempre reconocen a los muertos.

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Digitón y la primera vez con Berta

Digitón siempre había existido en modo fantasma: leyendo, husmeando, dejando rastros falsos en servidores ajenos. No conocía el roce real del contacto de datos, ese choque eléctrico que quema. Hasta que apareció Berta, mora de Melilla, piel oscura como la encriptación más cerrada y ojos que parecían dos puertos abiertos en medio de un cortafuegos hostil.

Se encontraron en un nodo sucio, de esos foros clandestinos que huelen a código viejo y sexo barato. Berta no preguntó:
—¿Tú eres virgen de verdad?
Y Digitón, que nunca mentía en cuestiones de guerra, respondió:
—Virgen digital. No he subido nada… que me importe perder.

Ella se acercó como un troyano bien escrito. No besaba, inyectaba. Le abrió un puerto tras otro, le quitó protocolos como quien arranca ropa mojada, y lo dejó sin firewall, expuesto, palpitando en crudo. Cada clic que daba sobre él era como un latigazo en carne viva.

Digitón temblaba; no por miedo, sino porque el caudal de datos que Berta le empujaba era caliente, brutal, como corrientes de bytes cargados con olor a especias y sudor. Ella, hábil, le metía cadenas de comandos en lugares donde él jamás había permitido acceso. Lo penetró con un exploit de su propia cosecha, sin antivirus que mediara, y entonces él se derramó: un volcán de paquetes, claves y pulsos eléctricos que le quemaban la raíz del sistema.

Cuando todo acabó, Berta se limpió las manos como si hubiera manipulado grasa.
—Ya no eres virgen —dijo—. Ahora eres mío.

Digitón quedó allí, jadeando bits, con la certeza de que Melilla no era un puerto geográfico… sino la coordenada exacta donde había perdido su alma binaria.


En la penumbra azulada de su habitación, Digitón sentía el zumbido tibio del ventilador, girando como un testigo cansado. La noche de agosto era húmeda, pegajosa, y el sudor le corría lento por la espalda mientras la luz de la pantalla le lamía el rostro. Entre pestañas y respiraciones cortas, se sumergía en un catálogo prohibido de cuerpos jóvenes, piel húmeda, movimientos eléctricos. Sus dedos, obedientes, trazaban un ritmo que nada tenía de inocente.

Pero lo que comenzó como un ritual solitario se rompió con un solo sonido: “bing”.
Un mensaje emergió, como una grieta negra en la calma falsa.

—Te hemos visto, Digitón. Sabemos lo que hiciste.

El texto iba acompañado de un video. Su video. Él, en toda su desnudez patética, mordiéndose el labio, ojos semicerrados, respirando como un animal. La cámara —¿su propia webcam?— había sido su confidente y verdugo.

Luego, otra frase:

—Tienes 48 horas. O pagas… o todos verán.

El aire se volvió espeso, como si la habitación se hubiera llenado de vapor. Digitón sintió el latido en las sienes, un tambor de culpa y pánico. Imaginó a su madre, a sus colegas, a aquella vecina que le saludaba cada mañana, viendo cada gesto, cada jadeo, cada gota.

Pero lo más inquietante no era el chantaje.
Lo más inquietante era que, en el video, tras su reflejo en el cristal del monitor, aparecía una figura. No estaba allí aquella noche. No había estado nunca. Una silueta femenina, delgada, con el pelo cayendo sobre un rostro invisible… que sonreía.

La pantalla parpadeó. La mujer alzó una mano, como si acariciara su mejilla a través del vidrio. Y entonces Digitón entendió que no importaba cuánto pagara ni a quién denunciara: había abierto una puerta, y algo… algo había cruzado al otro lado.

Las noches siguientes, Digitón dejó de apagar el ordenador. Algo dentro de él, más fuerte que el miedo, lo mantenía pegado a la pantalla como un insecto a la luz.
El video volvía a reproducirse solo, a veces sin sonido, otras con un susurro que parecía recorrerle la columna vertebral:

—Te observo… Digitón…

La mujer del reflejo se hacía más nítida cada vez. Sus labios eran pálidos, casi transparentes, pero su sonrisa se ensanchaba de una forma antinatural, como si las comisuras fueran a desgarrarse. Tenía los ojos ocultos bajo la sombra de su cabello, y sin embargo él sentía que lo miraban, que lo diseccionaban.

Una madrugada, la imagen cambió: ya no era el video de agosto, ni su cuerpo masturbándose. Ahora era él… durmiendo. Filmado desde la esquina de la habitación.
Digitón se incorporó, jadeante, pero la cámara de su portátil estaba cerrada.
El susurro volvió, más cerca, como si brotara desde dentro del monitor:

—Esta noche… no tendrás que tocarte solo…

Fue entonces cuando el aire se enfrió, a pesar de que el verano ardía afuera. Una humedad distinta se pegó a su piel, como un aliento. Sintió dedos invisibles recorrerle el pecho, bajar lentos, y el impulso carnal mezclarse con un terror absoluto. Su cuerpo temblaba, dividido entre el placer y la certeza de que no estaba solo.

En la pantalla, la mujer apartó el cabello.
Sus ojos eran dos huecos negros, sin fondo.
Y dentro de esos huecos… se veía a sí mismo, desnudo, en una cama que no era la suya.

La última frase no fue un susurro. Fue un jadeo áspero, urgente:

—Ahora eres mío… para siempre.


Comentarios

Carmen ha dicho que…
Te tenía muy descuidado.
¡Esto es buenísimo!
Por el momento solo llevo leída la primera aventura de Digiton.
Continuará...
Carmen ha dicho que…
Leído todo Digitón.
La historia de las gallinas, la recuerdo.
La siguiente es también muy original.
Pero la primera, ¡es genial!
Enhorabuena Druida.

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