EL CUARTO DE PENROSE.

 


Aquella mañana, Ramales de la Luz, un pueblo blanco del interior alicantino, parecía dormitar ya, bajo el intenso calor de agosto. Las calles estrechas, empedradas y empinadas, se entrelazaban como venas antiguas, flanqueadas por casas encaladas con geranios rojos y buganvillas que colgaban de los balcones. La plaza mayor ofrecía un respiro: una fuente de mármol blanco oscuro, que vertía agu cristalina, dejaba escapar un murmullo constante que parecía ralentizar el tiempo. Sobre el cielo, azul y diáfano, los vencejos trazaban figuras imposibles en zig zag, cortando el aire con chillidos lejanos que se confundían con el rumor del agua. El calor se filtraba en la cal levantada, en cada grieta de las fachadas, y hasta el viento parecía aquella mañana lento y agotado.

En las afueras del pueblo, rodeada de naranjos, cipreses y algarrobos, se erguía la "Clínica Donoban", un edificio sobrio de muros blancos y ventanas estrechas selladas con una red de poliester , donde el silencio era absoluto salvo por el eco lejano de pasos en los pasillos.

Allí trabajaba Matías Donoban García, psiquiatra de renombre en toda la provincia y fuera de ella, especializado en trastornos psicóticos graves: esquizofrenias paranoides, estados maniaco-depresivos severos y episodios agudos de despersonalización.

Hombre de unos cincuenta años, de barba recortada y ojos marrones y penetrantes, irradiaba cierta calma inquietante, como si siempre estuviera acompañado de mundos que los demás no podían ver ni entender.

Su enfoque clínico era eminentemente conductual: evitaba la medicación invasiva siempre que la gravedad lo permitiera, confiando en estímulos sensoriales y ambientales para reestructurar la percepción de sus pacientes.

Aquella mañana le trajeron a Arístides Ortigueira, natural de Betanzos, quien había llegado a Ramales de la Luz con su mujer, Artemisa, buscando un verano tranquilo. Pero algo en él se había quebrado sin aviso: delirios incomprensibles, frases inconexas, agitación física que podía hacerlo peligroso para sí mismo y para los demás.

—Doctor Donoban, mi marido… no es el mismo, lleva meses inestable, pero lo de hoy se me escapa totalmente —suplicó Artemisa, con el rostro con reflejos de sudor—. Apenas me reconoce. Habla de puertas que se abren en el aire, de muros que respiran…, de huida...

Donoban asintió con la calma que siempre le caracterizaba, la misma que intimidaba y podía confortar a la vez.

—Lo observaremos —dijo—. Necesita un internamiento breve. No se preocupe, señora. Aquí cuidaremos de él.


Donoban decidió aplicarle una de sus terapias más singulares: el aislamiento en la Habitación Penrose, decorada al uso con "teselaciones del todo sugerentes".

Si, la concepción de aquel doctor, era a la vez clínica y filosófica: Según él,  la mente psicótica tiende a enredarse en bucles cerrados de pensamiento, como un laberinto infinito donde cada giro conduce al mismo punto, una repetición obsesiva que refuerza el delirio.

La teselación de Penrose, un mosaico no periódico que jamás se repite, representaba lo opuesto: un orden sin retorno, un cosmos donde nada regresa idéntico. Para Donoban, esto no era solo geometría, sino una metáfora terapéutica: exponer la mente al infinito perceptivo podía romper los patrones cíclicos de la psique enferma.

Estudios sobre neuroplasticidad y estimulación sensorial intensa indicaban que la exposición a patrones visuales complejos podía inducir una despersonalización temporal, reduciendo la actividad excesiva en los circuitos corticales responsables de la obsesión y la ansiedad. La habitación producía lo que él llamaba un “electrochoque visual”: un impacto perceptivo capaz de interrumpir la circularidad del delirio, y todo esto sin fármacos.

—El cerebro —escribió en uno de sus artículos más sonados— no se cura solo con fármacos, sino con experiencias que lo desvíen de su curso patológico. Si la mente enferma se obsesiona con la repetición, hay que exponerla a un infinito sin retorno.

Así, cada paciente que entraba -sin camisa de fuerza- en la "Penrose" no estaba confinado: estaba sumergido en un universo sensorial donde los límites desaparecían y la conciencia se fragmentaba temporalmente, obligando al cerebro a reorganizarse desde un vacío que Donoban consideraba terapéutico.


La habitación era un cubículo acolchado de apenas cuatro metros de largo por tres de ancho, pero nada en él recordaba las celdas clínicas habituales. Cada superficie —paredes, suelo, techo e incluso la parte interior de la puerta— estaba recubierta por la representación de la "teselación de Penrose". Romboides azules, dorados y grises se entrelazaban en un universo que jamás se repetía, multiplicando la percepción en fractales que parecían moverse y respirar.

Cuando Arístides entró, titubeó. Extendió la mano hacia una pared y se estremeció al contacto de su superficie. Al ver las paredes daba la sensación de haber entrado en una nueva dimensión, o percepción sensorial, era como flotar sobre la nada.

—No hay límite… —murmuró—. No hay suelo, ni techo. Estoy flotando dentro de mi. Qué es esto...

Donoban, desde la mirilla, anotó: "Inmersión completa, despersonalización, percepción de disolución espacial".

Para Arístides, la habitación no era un espacio, sino un océano sólido, un abismo cristalino donde cada figura se expandía y se retraía, multiplicándose como un fractal infinito. Caminaba sobre geometrías líquidas, su cuerpo se fragmentaba en ángulos imposibles. La experiencia era un electrochoque visual, sin dolor físico, pero con un peso demoledor sobre la conciencia.

En aquella habitación Arístides pasó doce horas seguidas sin emitir el más mínimo grito, sólo dando giros sobre si mismo, moviendose en el esaco espacio de forma errática.


A la mañana siguiente, Artemisa lo esperaba en la sala  de visitas. Corrió hacia él y tomó sus manos:

—Arístides… amor mío, ¿me oyes? Soy yo, Artemisa.

Él permaneció inmóvil. Sus ojos, abiertos pero vacíos, parecían mirar a otra dimensión; la boca entreabierta no dejaba escapar palabra. Solo respiraba lentamente, como si hubiera quedado suspendido entre dos mundos.

Artemisa, aterrada, miró a Donoban, quien permanecía de pie, con las manos entrelazadas a la espalda:

—Señora Ortigueira —dijo—, comprendo su inquietud, pero lo que observa es un estado transitorio de deslocalización perceptiva, frecuente tras la terapia en "la Penrose". Su mente necesita tiempo para reintegrarse al mundo físico.

—¿Y volverá a ser él? —preguntó Artemisa con voz temblorosa.

—Sí —afirmó Donoban—. Ha pasado de la agitación violenta a una calma profunda. Poco a poco recuperará la conciencia de sí mismo y reconocerá de nuevo lo que lo rodea. Despertará más tranquilo, más estable.

Ella estrechó sus manos, aferrándose a esa esperanza. Donoban añadió:

—Confíe en el proceso. A veces, para sanar, la mente necesita perderse en un laberinto, casi infinito, antes de regresar de la nada.


Les llamaron un taxi. El vehículo amarillo aguardaba bajo el sol, ventanillas abiertas. Pero al cruzar la puerta de la clínica, Arístides alzó la vista al cielo. Ese azul pleno, intenso, le pareció lo más extraño y amenazante que jamás hubiera contemplado.

Un grito desgarrador emergió de su pecho:

—¡Lo finito! ¡Se abre! ¡Nos traga!

Se revolvió con fuerza brutal. El taxista intentó sujetarlo, Artemisa lo abrazó, pero no pudieron contenerlo. Con un empujón, se zafó y salió corriendo por las callejuelas empedradas.

—¡Arístides! ¡Espera! —clamaba Artemisa, su voz quebrada.

El pueblo, blanco bajo el sol de agosto, lo vio perderse entre callejones, descalzo, enloquecido, como huyendo de un cielo demasiado azul para soportarlo. Donoban, en la puerta de la clínica, murmuró:

—El mosaico aún lo sigue habitando. Debemos encontrarlo, quizás, finalmente..., haya que medicarlo.


Arístides se perdió por los recovecos del pueblo. Artemisa acudió al pequeño cuartel de la Guardia Civil para su búsqueda, donde relató la situación clínica de su marido.


El sol descendía hacia las sierras, tiñendo el horizonte de oro y púrpura. Fue entonces, en aquel crepúsculo sereno, cuando dos enfermeras, que abandonaban la clínica, lo encontraron: acurrucado en un recodo encalado, casi oculto cerca de la entrada, bajo la luz dorada del atardecer.

—¡Doctor, venga rápido! —gritaron.

Donoban salió y, con pasos firmes, se inclinó ante Arístides, apartando sus manos de los ojos. Bajo esos párpados temblorosos no había furia, sino un cansancio profundo, un desarraigo absoluto.

Un murmullo surgió de su garganta:

—Quiero volver… quiero ir a donde no hay nada.

El cielo, azul intenso y encendido de dorados y rojizos hacia el poniente, parecía expandirse como un espejo del interior del paciente. Para Arístides ya no era el infinito que aterrorizaba, sino un plano de transición: un lugar donde podía volver a la Penrose, a la geometría vacía y absoluta que le ofrecía paz, un espacio sin tiempo ni forma donde la mente podía descansar. Allí, en ese vacío que lo devoraba y lo sostenía a la vez, comprendió que la verdadera libertad no residía en la realidad física, sino en el silencio absoluto de la conciencia, donde cada pensamiento se diluye y la existencia se convierte en pura percepción, instante tras instante, hasta fundirse con lo inexistente.

Donoban permaneció junto a él, en silencio, observando la calma que llegaba desde ese abismo interior, mientras Artemisa lo contemplaba, dividida entre el alivio y la fascinación ante el misterio de la mente humana. La clínica, el pueblo, incluso el cielo, eran solo un fondo para el viaje de Arístides: un retorno voluntario a la nada que lo había marcado y salvado, un lugar donde la conciencia podía, finalmente, descansar como si estuviera llamando a la misma muerte.


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