GODEL,ESCHER,BACH
A través de una galería con ventanales que se deslizaban hacia arriba, entraba una claridad blanca, casi plena. Tras ellos se agitaban despacio los ramajes de dos higueras, y sobre una repisa tres tiestos mostraban grandes helechos abiertos hacia los lados, como si custodiaran, una y otra vez, el aire suave que los movía.
En el pueblo de Las Frondas, las campanas a veces se repetían como si fueran una premonición: ecos de sí mismas, insistentes e iguales.
Cerca de la carretera general, en una casa blanca, vivía Manuel Veiga das Folias, un hombre de espíritu curioso, lo más sobresaliente intelectualmente en aquella zona apartada.
Manuel tenía la extraña manía de escribir diarios en los que cada página hablaba de la anterior y anunciaba la siguiente, como si sus cuadernos fueran espejos que se contemplaban sin descanso.
Cuando el sol caía hacia poniente y teñía el aire de un violeta insólito, Manuel solía detenerse en las hojas de los helechos. Descubría en ellas un secreto: cada parte pequeña repetía la forma del "todo". Un tallo central parecía organizarlo, dividirlo en medidas exactas, pero él sabía que aquello era un engaño; una ilusión de la simetría figurada que el ojo aceptaba como una totalidad. Pero el sabía que si sus ojos tuviesen la capacidad de observar microscópicamente aquellas hojas, toda aquella simetría no existiría, como si el mismo alma del helecho, en apariencia tan perfecta, fuera una gran mentira.
Pensaba que así era también la mente humana: un conjunto de bucles que nunca alcanzan una respuesta definitiva y exacta. Siempre queda un error, un desfase, un hueco donde se esconde el misterio de la conciencia.
Una tarde, hojeando uno de esos diarios, encontró una nota que no recordaba haber escrito:
“Cuando llegues a esta página, Manuel, levanta la vista: alguien te observa desde el otro lado del papel.”
Asustado, levantó los ojos. Y allí estaban.
En su mesa se materializaron tres figuras:
Un matemático de mirada exhausta, tras unas gafas redondas de montura marrón, murmuraba fórmulas imposibles. Era Gödel.
Un artista de barba cuidadosa, con las manos manchadas de tinta, trazaba escaleras que no llevaban a ninguna parte y mundos imposibles que giraban sobre sí mismos. Era Escher.
Y un músico mofletudo de peluca blanca, que tarareaba melodías que se entrelazaban como espejos sonoros, fugas en las que todo retornaba pero nada era idéntico. Era Johann Sebastian Bach.
Los tres sonrieron, como viejos amigos de un sueño olvidado.
—Manuel —dijo Gödel—, ¿te das cuenta de que en tus diarios practicas mi teorema? Escribes frases que se doblan sobre sí mismas y ya no sabes si hablan de ti o de lo que está escrito.
—Tus palabras son como mis escaleras —añadió Escher—: suben y bajan al mismo tiempo.
—Y como mis fugas —rió Bach—: repiten un motivo que siempre vuelve, pero nunca es igual.
El aire del cuarto empezó a girar como una espiral sin fin. Manuel sospechó que él mismo era un dibujo de Escher, una melodía de Bach, una fórmula de Gödel.
Para probarlo, escribió en su diario:
“Manuel Veiga das Folias es un personaje de este cuento.”
La tinta tembló, las letras comenzaron a bailar. Comprendió entonces que su vida entera era un juego autorreferencial: un espejo dentro de un espejo. Y sonrió, porque aunque no entendía del todo lo que ocurría, supo que su conciencia era, al fin, un eterno y grácil bucle.
Desde entonces, en el pueblo, cada vez que alguien hojea un viejo cuaderno y siente que lo miran desde el otro lado de la página, murmura con respeto:
—Ese es el guiño de Manuel Veiga das Folias.
Tras aquella revelación, Manuel comenzó a caminar por el pueblo con la sensación de que todo tenía un doble fondo. La fuente de la plaza, con sus ocho caños, no echaba agua hacia afuera, sino hacia dentro, como si buscara retornar a su origen. Y las campanas repicaban con ecos que no eran repeticiones, sino respuestas de sí mismas.
Una noche soñó que entraba en una sala de espejos donde cada reflejo era ligeramente distinto: en uno era un niño; en otro, un anciano; en otro, un cuaderno abierto que se escribía solo. En el último no había rostro, sino una partitura en fuga: Bach componiendo a Manuel.
Al despertar, encontró sobre su mesa un dibujo imposible: una mano escribía a otra mano, y al final del trazo aparecía su propio nombre:
“M. Veiga das Folias”.
Pero aquel trazo fresco no lo había hecho él.
Revisando sus diarios halló algo más inquietante: una página escrita años atrás que decía:
“El día en que descubras que tú también eres un bucle, Manuel, desaparecerás del mundo de los hombres y entrarás en el reino donde habitan los símbolos.”
Las letras parecían haber estado allí desde siempre, aguardando.
—¿Soy yo quien escribe los diarios, o son los diarios quienes me escriben a mí? —se preguntó.
El pueblo lo veía sentado en la plaza, tarareando fugas invisibles o dibujando escaleras imposibles en el aire. Algunos decían que había enloquecido; otros, que había visto lo que nadie quería ver.
Manuel ya no distinguía entre música, dibujo y pensamiento. Su conciencia era un canon infinito donde cada recuerdo se repetía en otro más antiguo, y cada palabra se doblaba sobre sí misma.
Un atardecer, mientras moría la última luz sobre la plaza, abrió su cuaderno y escribió:
“Yo soy un cuento que se está escribiendo en este mismo instante.”
Y en ese momento, Manuel Veiga das Folias desapareció.
Algunos dicen que se disolvió como un acorde final de Bach.
Otros aseguran que sigue caminando por las escaleras imposibles de Escher.
Y hay quienes creen que quedó atrapado en una fórmula de Gödel, repitiéndose eternamente en un bucle sin salida.
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