NIETZSCHE y EL CABALLO.
Turín, invierno de 1889.
Una niebla espesa y húmeda, con olor a carbón y vapor, cubría la ciudad como una extraña penumbra. La Piazza Carlo Alberto vibraba con el rumor metálico de los tranvías, un pulso industrial que marcaba el tiempo de lo que parecía una nueva era.
Telmo León Aristide Seitwan, había viajado desde Brañavara, una parroquia de la lejana Asturias. Su tierra natal era un tapiz verde de llanuras sembradas de maíz, cercadas por las laderas del monte de la Garganta, donde aún brillaban los neveros recientes.
Durante cuatro años, una obsesión lo había consumido: cosechar el maíz de forma mecánica, domar el vapor para liberar a su gente.
Llevaba días inmerso en los talleres de la firma "La Società Il Vapore e il Ferro", empeñado en el diseño de una cosechadora capaz de segar aquellas llanuras, que para él eran mares dorados. Su propósito era radical: integrar el nuevo mundo industrial para abolir la vieja esclavitud, prescindir de los cuerpos doblados sobre la tierra, segando tallo a tallo con hoces afiladas. Telmo era un viajero con el alma forjada en el cálculo, en la nueva promesa de la fuerza del hierro, el fuego y el agua.
Aquel mediodía, de regreso de los talleres de Via Tesso, sus ojos, acostumbrados a engranajes y pistones, se posaron en algo que ninguna máquina podía reducir. Un caballo famélico, doblado en el empedrado por las patas de atrás, con los ojos enrojecidos, se negaba a avanzar. Los latigazos de un cochero tan robusto como bruto, caían una y otra vez sin piedad. El animal, negro y sudoroso, parecía resistir no solo a un hombre, sino al peso de un siglo entero, violento y lleno de maltrato hacía los animales.
Telmo se detuvo, dispuesto a apartar la vista de aquel penoso espectáculo, cuando de repente ocurrió lo inesperado, lo inconcebible. Un hombre de bigote espeso, rostro afilado y mirada ardiente corrió hacia el caballo. Abrazó su cuello como si quisiera fundirse con él. Lloraba, sollozaba con una ternura desbordada que paralizó a la multitud. Ese hombre, según murmuraban las gentes que se arremolinaban, era el filósofo Friedrich Nietzsche.
Un escalofrío recorrió la nuca de Telmo. Recordó las frases que había leído en panfletos mal traducidos: "el superhombre, la voluntad de poder, la muerte de Dios". Y, sin embargo, en aquel abrazo no había fuerza ni soberbia, sino un desgarro infantil, una compasión que desmentía toda doctrina.
El filósofo se desplomó poco después, como si su espíritu, incapaz de soportar la visión, hubiese roto el dique de la razón. Algunos rieron nerviosos; otros se santiguaban. Telmo permaneció clavado en el empedrado de la plaza, con la certeza de haber presenciado algo que se grababa en el alma como hierro candente.
Esa noche, de vuelta en su pensión, entre planos y catálogos de máquinas, escribió en un cuaderno:
"He visto cómo un hombre que proclamaba la dureza del mundo se deshizo en lágrimas ante un caballo. Y he comprendido que ninguna apisonadora, ningún vapor, ninguna industria puede allanar lo que late en el fondo oscuro del corazón humano."
Desde aquel día, Telmo no volvió a mirar una máquina de la misma forma. El vapor ya no era promesa de dominio: toda fuerza escondía una grieta invisible, una fragilidad que ningún acero podía ocultar. En las noches, se despertaba con un rumor extraño: no el silbido del vapor, sino un resuello animal, como si la tierra misma respirara. En esos instantes veía los ojos del caballo, confesando el destino de toda criatura: soportar un peso enorme que nunca pidió.
De regreso en Asturias, hablaba de calderas y engranajes, pero detrás de cada frase se ocultaba un temblor. Telmo sabía que se había partido en dos: por fuera, comerciante de máquinas; por dentro, oyente de un murmullo cósmico. Al evocar aquel mediodía en Turín, se preguntaba si no había presenciado más que la caída de un hombre: ¿acaso no fue también una profecía de angustioso derrumbe de una época que se acercaba?
En los márgenes de sus planos dibujaba un caballo inmóvil y la silueta de Nietzsche inclinada sobre él. Bajo la figura garabateaba alguna que otra frase solenne, semejante a una profecía:
"La máquina no libera, solo desplaza la carga. El peso se oculta, no desaparece."
Pasó un año. Telmo, incapaz de cerrar la grieta, una herida compasiva, comenzó a indagar cómo visitar al filósofo. Fue difícil: necesitaba referencias y nombres. A través de un ingeniero suizo, supo de Franz Overbeck, viejo amigo de Nietzsche en Basilea, y de un músico llamado Peter Gast (Heinrich Köselitz), que todavía velaba por el recuerdo del maestro. No fue sencillo, pero tras insistir consiguió una carta de recomendación que le abrió las puertas de la casa en Weimar.
La residencia de los Nietzsche estaba impregnada de un silencio denso. Elisabeth, la hermana, lo recibió con frialdad y cierto recelo. Tras una larga espera, lo condujo a la estancia donde Nietzsche pasaba sus días.
El filósofo estaba sentado en un sillón, con el rostro inmóvil y la mirada perdida. No dijo palabra, apenas un parpadeo lento, una respiración tenue. Telmo se quedó frente a él y sintió que volvía a estar en la plaza de Turín. Buscó en aquellos ojos apagados la chispa que había conmovido al mundo. No encontró nada, pero en ese vacío halló otra forma de presencia: como si la locura hubiese abierto en Nietzsche una grieta por donde se filtraba lo inefable.
Casi no habló . Murmuró, en castellano, una frase que sabía incomprensible para la razón, pero quizás audible en el silencio del corazón:
—El sufrimiento de aquel caballo sigue habitando en mí y me corroe el alma.
No esperaba respuesta. Y sin embargo, juraría que en el rostro de Nietzsche tembló un amago de sonrisa, apenas perceptible, como un estremecimiento en los labios.
Telmo salió con las piernas pesadas, pero con una certeza: había sido testigo de algo que no pertenecía al orden de los hombres, sino al de los símbolos. Desde ese día, cada vez que veía el humo de una máquina de vapor, le parecía que dibujaba la curva del cuello de un caballo inclinado bajo un peso terrible e invisible.
Telmo León Aristide Seitwan murió en Brañavara, en un mes de lluvias interminables. Sus socios lo recordaban como un hombre extraño, visionario con los pies en la tierra y la mente en las estrellas. En sus últimos años hablaba poco de negocios y mucho de símbolos: del vapor como aliento de un mundo moribundo, de la piedra que nunca termina de ceder al tiempo, del caballo que aún lloraba en la plaza de Turín.
Entre sus papeles hallaron un cuaderno gastado, con frases escritas a mano temblorosa:
"El caballo de Nietzsche soy yo, eres tú, somos todos: criaturas atadas a un carro que no comprendemos, castigadas por un látigo que nunca vemos, y sin embargo redimidas un instante por un abrazo. Ese abrazo no es filosofía ni religión: es el temblor último de lo humano frente al misterio."
Algunos en el pueblo lo tacharon de delirios. Pero quien leía con atención sentía un eco distinto, como si Telmo hubiera heredado de Turín una revelación que lo acompañó hasta la tumba.
Años después, en noches de viento, sus descendientes juraban que desde el desván donde guardaban sus papeles se escuchaba un resuello profundo, semejante al aliento de un caballo invisible.
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Epílogo filosófico.
Telmo, ya de regreso en Brañavara, abría por las noches un viejo cuaderno donde apuntaba frases dispersas. A veces escribía sobre máquinas de vapor, otras sobre cosechadoras. Pero, casi siempre, sus palabras giraban en torno a aquel hombre que había visto en Turín, abrazado a un caballo como un náufrago al madero.
"Ese hombre —escribía— habló de la muerte de Dios. Yo lo vi con mis ojos, pero no lo entendí con mi mente hasta mucho después. La muerte de Dios no es la celebración de un ateo satisfecho; es la confesión de que ya no hay suelo bajo nuestros pies, de que el cielo se ha vaciado y el mundo se ha quedado sin dueño. En esa plaza de Turín, vi cómo el profeta del vacío se deshacía en lágrimas ante un animal. ¿No es esa la prueba de que, muerto Dios, también mueren los valores que nos sostenían?"
Telmo recordaba también otro término que había leído en panfletos traídos de Francia: voluntad de poder. Decía Nietzsche que la vida no es conservación, ni equilibrio, sino un empuje perpetuo, un río que no se contenta con fluir, sino que busca siempre desbordar.
"El caballo —pensaba Telmo— era voluntad de poder quebrada. Y Nietzsche, al abrazarlo, reconocía en el fondo del animal la misma pulsión que lo había llevado a escribir contra todos los dioses y contra todos los hombres. Tal vez comprendió entonces que incluso la fuerza más grande lleva consigo su fragilidad, que la voluntad de poder se curva también en compasión."
Con los años, Telmo fue anotando una interpretación extraña de lo que había presenciado. Cuando alguien le preguntaba qué era el superhombre, él no respondía con definiciones, sino con imágenes:
"El superhombre no es un conquistador. Es aquel que, al ver repetirse la vida en un eterno retorno, es capaz de decir sí. Sí al dolor, sí a la alegría, sí a la fatiga de la tierra y al peso de sus estaciones. Vi en Nietzsche, en el mismo instante en que caía derrotado por su ternura, la sombra de ese superhombre: alguien que ya no se guía por mandamientos, sino que crea con su llanto un nuevo valor, el valor del abrazo."
A veces, mientras caminaba por las llanuras de maíz mecidas por el viento, Telmo se sorprendía preguntándose si él mismo sería capaz de soportar el eterno retorno. ¿Querría volver a vivir infinitas veces el frío de Turín, el látigo sobre el caballo, la caída del filósofo? Y en su interior, pese a la angustia, algo respondía que sí.
"Porque en ese instante —anotó en el cuaderno poco antes de morir— comprendí que la vida no está hecha para ser liberada del dolor, sino para ser afirmada con él. Ese es el secreto de Nietzsche: un hombre que quiso ser martillo, y terminó siendo lágrima."
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