AMOR.
Te escribo desde aquí.
Llevo dos horas encadenado a un poste del teléfono, porque quiero verte, y doy voces como un poseído por esta injusticia.
Los municipales sólo atienden crisis nerviosas, no crisis de amor.
Y los del 091 pasan de largo.
Me preguntaste:
—¿Y si me apareciera por la noche, qué me harías?
Y yo te dije:
—Te empalaría. Ya me entiendes: finamente, te la metería por detrás. Según llegas, a la izquierda, contra la pared. Y sobre tu misma nuca empezaría a decirte: "Dime si me quieres, porque yo te quiero". Sí, sí, sí...
Pero no te has aparecido.
Y este poste alquitranado, y esta cadena de buey, me están jodiendo la espalda.
Debo gritar más.
Pasa una señora con un cochecito de niño.
Lleva en él un armario entero de ropa y dos cómodas.
Me mira a los ojos, y en sus ojos hay un mundo escondido que sólo enseña al amanecer, cuando todo el sufrimiento se le sale, de tanto preguntarse quién es a sí misma, de tanto contestarse que no lo sabe.
La viejecita huele a cuero, a badana.
Sus arrugas son tan profundas como las marcas que dejan los arroyos en el borde de las montañas que dan al mar, por esa zona donde dicen que Dios posó una uña.
Aquella noche en que viniste a verme,
las gaviotas estaban iluminadas por los alerones, dando giros.
Yo estaba en la ventana, reclinado, y ya llevaba dos sueños, dos vueltas enteras, un boca abajo, una boca arriba, y antes había estado de lado.
Entraste de esa forma que deseaba.
(Te imagino cuando entras: de puntillas, descalza, y no me dices nada).
No os aconsejo dormir tanto en la ventana. Es incómodo.
He caído en tus brazos, y tú me sujetas bajándolos.
Casi me doy una hostia contra el suelo.
Tus brazos se paran justo allí, entre un bordillo y una cuneta con forma de copón sin tapa, de esos de la hidroeléctrica.
Faltó el canto de un duro.
Y cuando supe que no me iba a morir, te vi.
Me parecías la Inmaculada Concepción, de tan hermosa.
Tenías sobre la cabeza un halo de color amarillo —uno de los que robaste a Saturno (¿o era Venus?)— y un velo de seda tan fina que te hacía unas vueltecillas como si fueras a misa de cuaresma en la iglesia de los Capuchinos.
Todo esto me lo imagino, porque en realidad lo único extraordinario es que soy un espantapájaros asustando gorriones, para que no se posen sobre las líneas del Morse.
(¿Que ya no hay Morse? A mí el Morse me gustaba: una raya, un punto y una raya: te jodes).
Me jodo y me aguanto. Y hace frío.
Dos cabrones me tiraron la llave del candado.
Otra vez con esas dudas:
¿Qué te haría?
Te daría la vuelta, así, de pie, arrimadita a la pared.
Te pondría la mano en la cara, para saber que eres tú.
¿Qué ropa traes? ¿Pantalones?
Te los bajaría.
¿Traes bragas?
Te las quitaría.
Un saltito a la comba y te las saco por el pie derecho.
Te abriría las piernas.
Uf, mi amor...
Luego me arrodillaría delante de ti, porque eres una santa.
Y desde esa posición quiero rezarte antes de morderte el coño con toda la boca abierta.
Y te diría:
—Méate sobre mi boca.
Tengo mucha sed.
Esto es un puñetero desierto de tristeza.
La señora del carrito está al otro lado.
Tiene nostalgia.
Su pelo parece esparto de escoba.
Y ahora que se ríe un poco, una de sus arrugas parece el Cañón del Colorado.
Me pregunto por qué se ríe.
Cuando la miro, sé que se ríe como una loca:
esa misma forma en que tú te ríes, que parece que lloras.
Se abre el cielo.
(Si no lo has visto, es que no miras.
Siempre andas mirándote los cojones, y a dónde escupes).
El cielo, cuando se abre, suelta gaviotas.
Vienen a cientos.
Y cuando las ves allí arriba, no sabes por qué extraña ley dan tantas vueltas, como si alguien les ordenara dar vueltas ataviadas con tanto plumaje blanco y las patitas encogidas.
El poema.
Es que tengo que hacerte un poema,
por si me suicido.
(Verosímilmente: con una cuerda.
O por velocidad.
O por velocidad contra mí).
El poema llevará:
-
dos corazones
-
veinte kilómetros de arterias y venas
-
tus ojos y los míos
-
un paisaje de castaños, y otros árboles que no he decidido aún
-
agua que se despeña formando un arco iris
-
hambre de amor, hambre de vida, vivir con hambre
-
doscientos sentimientos de los más usuales
-
el viento, en su modalidad de brisa
-
el mar: cuando tiene olas, y cuando está manso
-
veinte puestas de sol con colores imposibles (no he decidido si llevará rojo)
-
equilibrio, en el sentido de caminar recto
-
un parque con bancos para viejos
-
viejos sentados al sol con caras tristes
-
una UVI esperando a un anciano que se murió bailando bachata en un centro social
-
un viejo con bastón, y la cabeza apoyada en el bastón
-
unas manos: que saludan, que se abren, que se cierran
-
un pañuelo agitándose al viento
-
un tren antiguo de vapor
-
el humo del tren
-
el humo de una casa en un valle verde
-
el pan
-
tu olor: cómo me hueles antes y después de lavarte
-
tres mil ochocientos noventa y ocho te quieros, por si acaso, porque se gastan mucho
No sé, si hay algo por ahí que te guste, me lo dices y lo metemos.
(Luego se agita. Es por si no estoy yo).
Perdóname.
Se me olvidaba cómo me besas, cómo son tus labios, hasta dónde me llega tu lengua.
Ah, y las gaviotas.
(Fijo que se me queda algo... Ves: la piel).
Y ayer me dijiste lo de las mariposas en el estómago.
—¿Quieres que le pongamos mariposas?
Otra cosa que he pensado que te haría.
(Lo de los sabores, muy importante)
Déjame decirte:
Tu coño me huele a restos de uvas dentro de un alambique.
Sí.
Y si te devoro más adentro, me sabe a yerba cuando lleva mucho tiempo húmeda.
Y cuando te vas en mi boca,
me sabe a ti.
Y aún no sé cómo me sabes.
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