ESPECULACIÓN.

 


En el pueblo de Roquedal de Rosales, donde las casas se apretaban en torno a la plaza, dominaba desde lo alto un palacete con escudo militar en su fachada. Allí vivían los Guzmán, familia rica de abolengo. Su heredero, Néstor Álvarez de Guzmán, no había heredado la disciplina de sus antepasados.

Abandonó sus estudios de Medicina en la Complutense tras el primer curso, para disgusto de su padre.

—Hijo, el dinero de esta casa no es eterno. Búscate la vida —le advirtió con severidad.

Néstor, soñador e inconstante, fundó un taller de calzado de moda, al que puso un nombre coloquial: “Zapatero Néstor”. Sus diseños, extravagantes y teatrales, pretendían revolucionar la estética, aunque nadie sabía si alguien se atrevería a usarlos.

Pero necesitaba dinero.

Para financiar su proyecto emitió obligaciones: cada una costaba 6.000 euros y prometía devolver 6.400 en dos años. El interés era modesto, pero la gente confiaba en que, si algo salía mal, el padre cubriría las deudas. Así, los vecinos compraron los títulos, algunos por confianza, otros para quedar bien con la familia.

El negocio pronto tropezó con la realidad. Los zapatos de tacón eran inseguros, los diseños no encajaban en la moda minimalista, y la gestión era caótica. Néstor trabajaba poco, delegaba en un encargado torpe, y pasaba más tiempo en fiestas, mujeres y operaciones inmobiliarias que en su propio taller.

En la plaza murmuraban:

—El muchacho no pisa el taller. Así no prosperará.

Aun así, la zapatería seguía abierta, tambaleante.

--Luego llegó aquello tan anárquico que le llamaban el mercado secundario.

El primero en desconfiar fue Ramón Palancar, pariente lejano. Temiendo no recuperar su inversión, vendió su obligación en 5.800 euros, perdiendo 600 respecto a lo que recibiría en dos años.

—Más vale perder un poco ahora que quedarme sin nada —dijo resignado.

Su vecino Remigio Pemán se la compró con optimismo:

—Ramón, no exageres. El padre de Néstor no dejará que caiga. Aquí hay respaldo seguro.

Pero el ejemplo de Ramón cundió. Algunos vecinos vendieron por miedo, otros por astucia: si las obligaciones bajaban de precio, podrían más adelante apretar al joven Guzmán. El mercado, invisible y despiadado, empezó a castigar.

En pocas semanas, aquellas obligaciones de 6.000 valían 4.000 euros en la plaza del pueblo.

--El callejón sin salida.

A los seis meses, Néstor volvió a necesitar liquidez. Ofreció nuevas obligaciones, esta vez a 5.000 euros.

—Vecinos, inviertan hoy. Ganarán mañana. --Decía en sus anuncios--

Pero nadie quiso. ¿Por qué pagar 5.000, si podían comprar las antiguas a 4.000 en manos de otros? El mercado lo había sentenciado: si quería dinero, tendría que aceptar intereses mucho más altos.

Néstor estalló:

—¡Esto es un complot! ¡Mis propios vecinos hunden mis deudas! ¡Saben que mi padre responderá y se aprovechan de mí!

Desesperado, llamó a su padre:

—Papá… tal vez tengas que rescatarme.

Ese final es la moraleja del cuento Keniano, a lo Godel, el Santo.

Qué preguntas hacerse, cual es, de dónde proviene la incertidumbre, el mal de la economía.

Decidir la respuesta, vosotros lectores.

¿Habían tramado los vecinos una conjura contra el hijo del rico?

¿O fue simplemente el reflejo natural del miedo ante un gestor negligente?

Nadie coincidía. Algunos juraban que la codicia había devorado la confianza. Otros aseguraban que Néstor cosechaba lo que había sembrado.

Tal vez la verdad esté en otra parte: en la incertidumbre colectiva, esa fuerza intangible que derrumba valores, quiebra empresas y reconfigura destinos. En la plaza, las obligaciones se convirtieron en un espejo de lo humano: confiamos, dudamos, especulamos, traicionamos.

Y al final, todos —inversores, vecinos y hasta el propio Néstor— perdieron algo de lo que creían seguro.

La economía es una negación de si misma. Eso pienso yo.


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