Zulema decía que lo hacía por amor, pero el amor de Zulema era una sopa en polvo, un preparado insípido que pretendía suplir la ausencia de sabor en nuestras vidas. Aseguraba que su caldo era una caricia líquida, un retorno al útero, un antídoto contra la intemperie y el frío de vivir desde que nacemos. Pero yo, esa noche, estaba hasta la coronilla del "Caldo de Gallina Maggi, Caldo de Gallina Blanca". Mi hartazgo no era un capricho; era una grieta en el alma que Zulema intentaba seguir abriendo con un consuelo envasado al vacío, un bálsamo genérico que no lograba calmar mi sed de autenticidad llenándome de incertidumbre.
Ella sonreía con un fervor casi místico al servirlo, con una malicia que pretendía decirme que, por mi profesión de “mangante”, era el único néctar que merecía. Pero no era su sonrisa. Era la sonrisa del pollo estampado en el sobre, una mueca genérica que el vapor al calentarla le alisaba las arrugas del alma, devolviéndola a un estado de pureza que nunca le había pertenecido. En esos instantes, no era Zulema quien me miraba, sino la Gallina a través de su cuerpo, como si la marca hubiese encontrado la forma de colonizar el gesto humano más íntimo, de habitar el alma con un producto de supermercado y dártelo como una ofrenda sagrada.
La luz mortecina de la lámpara de neón de "El Garaje", el bar de al otro lado de la calle, se filtraba por la ventana, iluminando débilmente la escena. Una araña paciente trabajaba en su geometría implacable, colgada de su hilo de seguridad, mientras que, en un zigzag casi invisible, un enjambre de mosquitos esperaba a que el cansancio nos entregara en sacrificio para sorbernos, emanando de nuestros poros, el ácido sórbico, el ciclamato, el guanilato de sodio... porque de pollo no había ni el recuerdo de la rabadilla.
En la esquina, la televisión murmuraba un documental sobre Fukushima: imágenes granuladas de peces con dos bocas, informes de radiación, hombres de bata blanca que parecían frailes de un apocalipsis silencioso. Luego, un corresponsal con casco susurraba que el Zorro del Desierto había vuelto a cabalgar por los ardientes confines de Libia. Pero yo no veía política ni historia; solo la repetición del mismo caldo, servido en una olla más grande, una sopa sangrienta y global aderezada con los mismos aditivos de miseria. La misma ilusión hueca, en distintos envases.
Me giré hacia Zulema. La grieta de mi alma estaba abriéndose del todo.
—Mira, Zulema, te lo digo en serio. Lo de la violencia ‘del género’ no me va. Pegar es vulgar. Lo que mata de verdad, lo que desarma el alma, es follar sin clemencia. Penetrar como quien desgarra el velo del mundo. Tiene atenuantes, claro, si no eres un completo hijo de puta. Pero, Zulemita, todo es porque este puto caldo nos está dejando frígidos, por dentro y por fuera.
Ella me miró con una sonrisa que ya no pertenecía al caldo, sino a su propia y densa locura. Me miraba como si yo le hablara en latín, en un idioma muerto que ya no le pertenecía a nadie. Siempre me sonreía así, aunque me odiara con una furia tan contenida que se confundía, a veces, con el amor.
—Y sirvió el caldo humeante—, con una dulzura funeraria que me heló la sangre. En aquel puchero que tenía la forma de una hurna funeraria.
Me acerqué la cuchara a los labios y lo sorbí, lo bebí como un poseso, como un animal que necesita saciar una sed que no es de agua, sino de olvido. Presentí que la Gallina estaba envenenada con excitantes y conservantes que empezaban con la letra E, moléculas invisibles diseñadas en laboratorio para alterar la química del deseo. Me ponían lerdo, me ponían erecto, me ponían en el filo exacto entre la ternura y el crimen. Me volvían una marioneta de una voluntad ajena, una voluntad envasada al vacío que buscaba la rendición absoluta del espíritu.
En ese momento, la línea entre el amor y el odio se volvió tan delgada que casi desapareció. La embestí con una furia que no era mía, la follé, con un deseo que no era humano. Fue como si estuviéramos drogados, como si nuestros receptores opioides llevaran oxicodona por un tubo. Un tubo que era el único conducto hacia un abismo donde la pasión y el odio se fundían en un solo y desolador acto.
Después, como si nada, me senté a mojar pan en la sopa para acabar la cena con la calma ritual de un monje. La araña seguía tejiendo su trampa. Los mosquitos aguardaban su turno. La televisión aún mostraba cadáveres fluorescentes en Fukushima. Y yo, con la boca llena de ese caldo ya frío, comprendí una verdad que ningún filósofo se atrevería a describir: el universo entero es un caldo. Un caldo eterno, insípido, redundante. Y todos nosotros —Zulema, yo, los mosquitos, los peces de dos cabezas— somos apenas la miga de pan que el Sumo Hacedor moja y deshace entre la oscura espesura de sus afilados colmillos. Ya sabes que Dios creo la "Jaula del Universo" y sus leyes para que el hombre existiese.
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