DOMINGO
El domingo se desplegó con la inconsistencia de un dios caprichoso. El cielo, lejos de cualquier acuerdo con mis anhelos, se mostraba esquivo: por momentos, un azul despreocupado hacia poniente, salpicado de nubecillas inocentes en la cúpula celeste; horas después, o quizás simultáneamente en la percepción de mi hastío, una tonalidad grisácea y livida teñía todo lo visible a través del hueco que hacía las veces de ventana. Ahí me apostaba, con los brazos encogidos y apoyados en el frío alféizar, contemplando el ir y venir de los camiones de descarga como si fueran fósiles de un tiempo muerto. Era el espectáculo de lo mismo, de lo que siempre ocurre y, por tanto, de lo que nunca llega a suceder de verdad.
Al volverme, exhausto de un paisaje que se repetía hasta la náusea, Ella estaba allí. Sumergida en la aridez de sus nóminas del súper, sentada sobre la cama como una extensión más de la indiferencia del mundo. Se lo dije, repitiendo la pregunta que desde hacía días se pudría en el aire: «¿Cuánto hace que no nos abrazamos?». Insistí, «Hoy es un buen día para abrazarse». Y luego, en un arrebato de cruda verdad que sonó a blasfemia: «¿Cuánto hace que no veo tu coño?». La indiferencia lo impregnaba todo. Quizás no me había oído, o quizás, en el fondo más hondo de su ser, había decidido dejar de escuchar. El sonido de mis palabras se perdió en la atmósfera densa, como un suspiro en un desierto.
El día transcurrió con la pesadez de lo predecible. Nada digno de ser grabado en la memoria, salvo esa sensación de comer un pan del viernes —o incluso del jueves—, una sopa jardinera de la Gallina Blanca, espesa como un lodo, y un filete con patatas retorcido sobre sí mismo, semejante a una mano que se cierra en un puño impotente. Nada. A las nueve de la noche, una media nostalgia, un vacío a medias, me encontró de nuevo encogido en la ventana. Atisbaba el crepúsculo: los últimos claros ahogándose, algún resto rojizo desangrándose en el horizonte, los sonidos dominicales de las nueve, carentes de toda trascendencia, de todo significado.
Un ruido. No supe de dónde venía, solo que emergía de las entrañas de la casa. La encontré cenando en solitario: pan, leche desnatada, unas galletas. Sobre la mesa, una nómina del súper, manchada de migas, absorbía toda su atención. Me senté frente a su perfil, observando el lento, metódico movimiento de sus mandíbulas masticando galletas empapadas en leche. «Deberemos hacerlo», le dije. Ella lo supuso, lo intuyó en el aire. Su cuerpo, una rajita sobre la silla casi aplastada por el peso cotidiano.
Dos horas más tarde, gotitas de agua sobre el videt. Y entonces, el pensamiento irrumpió con la fuerza de un dogma: Artemisa, la diosa casta de la caza, y Fedra, la reina trágica consumida por el deseo prohibido, se habían confabulado. Esas perlas de agua, cristalinas, colmadas en el cristal, eran una señal divina, un mensaje críptico: se había lavado el coño.
¿Era un augurio favorable ese acto de ablución antes del reposo? ¿Un ritual de pureza o la preparación para una ceremonia vacía? Yo, mientras tanto, cené cogollos de Navarra con anchoas, bebí la grasita oleosa del pescado, rocié todo con aceite de oliva. Y mientras yo disponía los pimientos del piquillo sobre los cogollos, sobre las anchoas, sobre los tres gajos de cebolla, sobre el aceite y el vinagre de Módena, ese otro acontecimiento, íntimo y lejano, tuvo lugar: el lavado de su sexo, toda una premonición.
Solemos quedar en la habitación a una hora en punto. Nueve, diez, once. Siempre en punto, como si la exactitud pudiera conferirle algún sentido al rito. A veces, ella llegaba antes y daba una vuelta por la habitación del niño. Si yo llegaba y no estaba, asumía su ausencia y me retiraba a la salita a ver la tele. Ella volvía, y si yo no estaba, emprendía otra vuelta. Así, en un baile de desencuentros premeditados, al final nos encontrábamos junto a la cama, a las tantas, pero siempre en punto.
«Hoy no», había dicho. Pero eran las nueve en punto y ya estaba allí, tendida panza arriba, en bragas y sujetador. Yo, en un acto de ecuanimidad refleja, me había lavado la polla en el lavabo. Todo era así de simétrico, de fríamente justo. Ella, con la misma placidez enervante, seguía escrutando la nómina del "Súper_CompraBarato", calculando los decimales de su sufrimiento mensual, la sustracción silenciosa de su esfuerzo.
Me posé sobre ella a las nueve y treinta y dos. Treinta y dos minutos de retraso sobre lo establecido. Mi polla no estaba mal. Le desenganché las bragas de un pie; quedaron prendidas del otro, encogidas como un falso liguero. Siempre me ha intrigado esa cualidad de las bragas para contraerse sobre sí mismas, como un animal en actitud defensiva.
Me hago mucho daño cuando follo con ella. Su coño es una carretera de asfalto en agosto, árido, agrietado. No uso vaselina refinada por lo de la flora alterada por los derivados del petróleo; no quiero ver su coño lleno de flores artificiales. La vaselina, un ungüento espeso, la aplico sobre mi preservativo. Así que allí estábamos: ella, un semicrucifijo con una mano extendida y la nómina del súper en la otra, ahora desprovista de bragas y con un muñón de pelos. Yo, un crucifijo entero sobre su cuerpo, nuestras manos entrelazadas en un simulacro de ternura, quizás el último gesto de un amor que se desvanece antes del acto mecánico.
Y entonces, despacio, es eso: "a clavársela". Adentro, afuera. Adentro, afuera. Un péndulo midiendo el vacío. Adentro, afuera. Adentro. Y fue entonces cuando ella, con la voz quebrada por un éxtasis que quizás fue real o quizás fue solo un espasmo más, exclamó: «¡Hala, hala, Teodoro, sigue, sigue, que estoy a punto de correrme!».
Lo que ocurre en estos casos se sabe de sobra: gruñes como un cerdo.
Quedamos panza arriba, separados por un centímetro de sábana que era como un abismo. El tiempo, ahora, se medía en el latido que se apagaba en las sienes. Lo de la calle, antes un recordatorio de que existía un mundo, era ahora solo un silencio punctuado por el ronquido lejano de una moto—cada vez más lejano—, alguna voz suelta de gente que retornaba a sus vidas, a sus propias habitaciones. Por el patio de luces, de un lado y de otro, las televisiones lo daban todo: risas enlatadas, noticias de guerras ajenas, la ficción de un orden que aquí, en este lecho, se había disuelto por completo.
Del hueco que nos unía al infinito, ahora un púrpura profundo y ensimismado, no digo nada. No hay nada que decir. La ventana era solo un rectángulo de oscuridad velada, un espejo que ya no devolvía nuestro reflejo.
No me imagino ni lo que pensábamos los dos, así, panza arriba. Quizás ella sumaba mentalmente las horas extra de la nómina. Quizás yo calculaba los segundos que faltaban para tener la legitimidad de darme la vuelta y fingir un sueño. O quizás, en un último y fallido acto de comunión, los dos pensábamos exactamente en lo mismo: en la insoportable levedad de estar vivos, juntos y a la vez infinitamente solos, bajo un cielo púrpura que ya ni siquiera se molestaba en mirarnos.
--Hacía unos días le había dicho que teníamos que abrazarnos, no sé cuántos días hace de esto, pero se lo dije:«¿Cuánto hace que no nos abrazamos?»
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