ASTEROIDE.



Sobre las cinco de la mañana, el temblor me recorrió como un calambre seco. Di la vuelta en la cama y me encontré con la espalda de mi Panchita, inmóvil, supuse sus ojos abiertos clavados en la pared. Le acomodé las piernas en la posición de la cucharita, abordándola por  por detrás, un acto mecánico, un rito vacío muchas veces repetido. Fue entonces cuando la mente, traicionera, me empezó a escupir imágenes: el vencimiento del seguro, el peso de plomo de la hipoteca, la cara de la abuela, sus ojos vacíos y perdidos, pálida y triste en el balcón de las Adoratrices. Todo mi cuerpo se rindió, se volvió flácido y débil. Panchita me apartó con una coz precisa.

—Saca esa puta mierda de de pellejo de ahí, socabrón, y deja de temblar —.

Mientras oía su voz, el sonido llegó desde la calle: el desbarajuste de vidrios rotos en el contenedor de residuos. Me di la vuelta, boca arriba. En el techo, las cuatro rayas de luz blanca de la persiana se dibujaban, paralelas, eternamente condenadas a no encontrarse. Por un instante, sin embargo, creí verlas vibrar.

Boca arriba, en posición supina, aguardo algún pensamiento de mi vida con cierta alegría. Mientras con los ojos cerrados, tejo un deseo perverso: que el meteorito que avanza en dirección prohibida corrija su rumbo y se estrelle, con una precisión hermosa, sobre Suvarnabhumi, aniquilando una convención de pederastas. Dicen que al congreso le rozó, que antes arrasó un parque infantil y una colonia de boy scouts. Mil doscientos degenerados ingleses, americanos y españoles murieron mientras se la chupaban  una recua de niñas efebas a frenesí de bolero. El resto es un rumor, un eco de la ola gigante que se aproxima.

A Panchita le he cambiado el sueño. Lleva dos años sin temblar, imperturbable, y eso que la artrosis le carcome los huesos.

Las Adoratrices avanzan sometidas por un corsé de hojalata. Visten de negro, una cofia larga les cubre el cogote al estilo Lawrence de Arabia. Penetran desde el convento por un pasillo interminable, un almacén de ancianos, y desfilan de dos en dos. Un escuadrón de la gracia divina. Al abrir las puertas de las habitaciones, el aire se espesa con un olor a pegamento y a medio, a algo que no termina de cuajar.

Yo no logro sacarme de la cabeza aquellos ojos de la abuela. No sé qué me querían decir, pero su mirada era un pozo sin fondo.

El ser vivo tiende a ponerse boca arriba o boca abajo. De lado, no recuerdo haberme puesto mucho, hasta anoche, que lo hice en sueños. Me desperté con el temblor, viendo a Panchita por atrás. Extendí la mano para tantear su posición. Me dije: la envergo en sueños, y así ella cree que la encañona el mismo ángel de las tinieblas. Qué miedo, no. Yo solo tenía la vejiga llena y la verga dura; se pone así por pura presión hidrostática, porque mi cabeza —el supuesto asiento del alma— no albergaba deseo ni amor. Solo el acoso de la hipoteca vencida, del seguro, y luego los ojos de la abuela que me hablaban en silencio. Nunca se los había visto tan grandes. Era como si la muerte misma le hubiera dado un ultimátum y ella, como un gato, presintiera lo terriblemente  extraño.

Me arrimó aquella coz. De buena gana me hubiera quedado abrazado a su cuerpo. Esa sillita tiene un encanto especial; es como ir en una Harley Davidson atravesando el la Ruta 50 de Nevada. Así, boca arriba, viendo esa claridad rayada de la persiana, sin poder escribir caligráficamente en el techo, me invade una angustia sorda. En esta postura, todo se te viene a la cabeza. La chola es como una obra de teatro: Hamlet envenena a Gertrudis, y así se acaba todo. Despertar hacia el sábado es chocante. Panchita, al sentirse mal follada, ha vuelto a caer en el sueño, sin saber que va a morir.

--Sí.

Ahora que Panchita duerme y no me oye, me acuerdo de lo de hace dos semanas, cuando tuve cuarenta euros de más.

—No me cojas por ahí, cabrón —me dice. Me inmoviliza.— No me daba gusto, ¿sabes?

Los huevos duelen mucho. Me había cogido metiéndome la mano entre las piernas, y me registraba con la otra. Qué habilidad tenía, era un prestidigitador, el hijo de puta.

—¿Qué hacías ahí?

—¿Qué iba a hacer? Una visita de cortesía.

Y me apretó más. A mí los huevos ya me duelen al sentarme, imagínate si me los aprietan con sabiduría.

—¿No llevas nada? Te desnudo aquí mismo.

—Solo vine a echar un polvo. A donde la Cubana no vuelvo, me supo mal aquello. Yo, pastillaje no uso, coca tampoco.

Cuando salí a la calle, me sentí arruinado. Panchita, aunque vaya de putas, me tira mucho. Me gasté su regalo: le iba a comprar un Dior de madera y musgo, muy floral y algo irreverente, para poner unas gotas en el coño.

La ola llegará de un momento a otro y yo estoy medio asfixiado. Los meteoritos calientan mucho cuando chocan contra la tierra. La gente, cuando sabe que se va a acabar el mundo, se pone a rezar; si son anglicanos, salen a los parques. En Jerusalén cierran las siete puertas, hacen una asamblea entre árabes, armenios, cristianos y judíos, y se ponen de acuerdo. Jesús y Mahoma, ya sabes, nunca se llevaron bien. Esto lo vi en una película de catástrofes. En mi bloque, todos se han puesto a follar, y se ha descubierto que la mitad eran impotentes: el repartidor de Donuts del tercero y el protésico del cuarto, zaca zaca en el rellano. Yo, si se acaba el mundo —y para una vez que pasa—, no lo voy a hacer con Panchita; me escojo a la farmacéutica del bajo. Me parece pulcra e impecable, algo sosa, pero le haré culebrear a la pécora. Deben gustarle las guarradas.

Las Adoratrices han sacado a todos los ancianos al jardín. Se acerca una nube negra, inmensa, hacia poniente. Lo bueno de que se acabe el mundo es que ya no me vence el seguro ni la hipoteca de la casa.

¡Ay, Panchita, qué pancha eres! Duermes como un tronco. Se acaba el mundo sin ti.


Comentarios

Entradas populares de este blog

COLCHÓN.

NO LO OLVIDARÉ NUNCA.

LOS COJONES DE CORBATA.