NEUTRINA EN EL CUARZO.




 Nadie la vio venir.
No tenía peso ni sombra.
Era una vibración tan leve que ni la luz la reconoció como hermana.

Atravesó el espacio como si el vacío la estuviera soñando,
y al llegar al cuarzo —esa catedral inmóvil de sílice—,
no se detuvo.

Las redes atómicas, los nudos del tiempo cristalizado,
todo se abrió ante ella como un pensamiento que se disuelve.
No rompió nada, no dejó rastro:
solo un estremecimiento minúsculo en la memoria de la materia.

Si el cuarzo hubiera podido sentir,
habría jurado que algo lo había atravesado
sin tocarlo.

Ella siguió su viaje, sin nombre, sin destino.
Una partícula en reposo absoluto que, sin embargo,
no había aprendido todavía a quedarse quieta.

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