SOMOS ONDAS.


 

No somos piedra ni carne ni tiempo,

sino el eco de una vibración antigua.
Antes de que hubiera ojos para ver o bocas para pronunciar,
ya temblaba la energía en el silencio primordial,
una onda pura que, al expandirse,
se soñó a sí misma en forma de galaxia, estrella y pensamiento.

Cada átomo de nuestro cuerpo fue una vez luz,
luego polvo estelar,
y después molécula que aprendió a latir con ritmo propio.
Ahora esas ondas, organizadas con delicadeza,
se miran al espejo y se reconocen:
yo soy esa vibración que siente.

No hay bordes ni principio.
La vida es una interferencia pasajera,
una sinfonía en la que cada nota dura lo que un parpadeo cósmico,
pero su resonancia —su esencia— no muere:
solo cambia de frecuencia,
solo se dispersa en el tejido inmenso del espacio-tiempo.

Somos el canto de un universo que vibra,
ondas conscientes del mar que las mece,
fugaces y eternas al mismo tiempo.

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