VAPOR.

 


Aristóteles y Platón, con sus juegos mentales de formas perfectas y lógicas estériles, lo jodieron todo desde la cuna. Le clavaron un puñal a la curiosidad y nos condenaron a dos milenios de escolástica y sermones. Luego vino Cristo, con su reino que no era de este mundo, y Mahoma con su yihad; dos nuevas cadenas forjadas en el yunque de la fe. San Agustín, ese viejo zorro norteafricano, fue tan cabrón y retorcido como los doce apóstoles juntos, inventando el pecado original para que naciéramos con deuda. A San Francisco de Asís, ese loco que le hablaba a la luna, yo lo perdono porque en su demencia quiso mucho a los gatos, las únicas bestias que no se arrodillan. Pero en general, si no fuera por esta pandilla de degenerados celestiales, la máquina de vapor ya habría escupido su hollín sobre las legiones romanas, y estaríamos viajando a las estrellas con el latín como lengua franca.

Yo, cuando voy a buscarte, pienso en estas cosas y se me empalma el alma, no solo la carne. Es una erección de rabia y de necesidad. Cuando empiezo a caminar hacia ti, mi cerebro ya está trazando el mapa de la conquista, desde el primer suspiro hasta el instante en que mi bajeza se rinda ante tu altar, hasta comerte el coño como si con ese acto pudiera borrar todos los concilios de la historia.

Llevo anotado en código de guerra el día en que te baja la regla, una luna roja en mi calendario. Sigo el ritmo de Ogino como un general planea una campaña, y tengo un almanaque del BBV lleno de círculos y rayas, los jeroglíficos de mi obsesión, donde marco los días fértiles de tu cuerpo y los estériles de mi existencia.

Como no tengo nada que hacer que valga la pena, le doy vueltas a la manzana donde trabajas, tú estás en una esquina como un faro en mi costa particular de miseria. Y cuando la vida me impone una tarea, la ejecuto con la velocidad del que despeja el camino para su única y verdadera religión: el ritual de orbitar alrededor de tu presencia.

Algunas veces pienso que si no estuvieras tú, el vacío sería tan absoluto que se me pondrían los cojones de corbata, retorciéndose en un nudo de soledad eterna. Si pones mi nombre completo en Google, sale un tipo de La Coruña y luego salgo yo. Imagínate la escala de mi irrelevancia cósmica. Un fantasma en la máquina.

Soy tan insignificante que mi único testigo eres tú. Eres mi único registro histórico.

A veces pienso que el tren, ese monstruo de hierro y vapor, debía haber existido antes. Para huir, para llegar antes, para algo. Pero ya te lo dije: desde que Arquímedes, el último hombre lúcido, salió desnudo a la calle gritando su ‘Eureka’ sobre la densidad de los cuerpos, hasta que a Galileo, por el crimen de hacer rodar bolitas por un plano inclinado, le metieron la Inquisición en el cuarto y casi lo achicharraron vivo, pasaron mil novecientos ochenta y ocho años.

Mil novecientos ochenta y ocho años perdidos. A todos los santos, papas y filósofos que bloquearon el camino, los colgaría de los huevos con tripas de cerdo en la plaza pública, para escarmiento de la eternidad.

El tener que ir a misa, el tener que arrodillarse, ha sido el verdadero desastre de la raza humana. Un suicidio colectivo del intelecto.

Te espero aquí, en este rincón del tiempo que me ha tocado en suerte. Hoy pienso, con un pánico que me hiela la sangre, que si tu memoria me borrara, si te olvidaras de mí, sería el fin de mi mundo. No el fin del mundo, sino el mío, que es el único que conozco. Y solo con pensarlo, se me ponen los cojones de corbata, apretándome la garganta.


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