EL GARBANZO.

El hombre que estaba presente era una institución. Tras varios intentos de suicidio fallidos, comenzó a creerse inmortal. Y así lo proclamaba en las sidrerías con una algarabía desbordante. Se hacía llamar el Inmortal de Pénjamo. A veces irrumpía en los bares empuñando pistolas de juguete, que blandía con destreza, girándolas sobre sus manos antes de enfundarlas en cartucheras forradas de papel de aluminio. Lo normal era que pidiera una lata de berberechos y un palillero, acompañados de un vaso de vino. Picoteaba con parsimonia, como un pájaro, en medio de la barra casi desierta por las mañanas, cuando el frío de noviembre se colaba por la puerta cada vez que alguien la abría. Otro día, se autodenominaba Penácaro y aseguraba ser saxofonista. Para dar credibilidad a su personaje, cargaba sobre el hombro un cepillo de barrer y soplaba el mango con parsimonia, mientras sus dedos recorrían los agujeritos dibujados a bolígrafo sobre la madera. Los días transcurrían entre el serrín esp...