EL QUE QUIERA CREER QUE CREA.
Marta y yo habíamos tenido aquellas tendencias durante nuestra convivencia. Mientras que ella había vivido nos habíamos soportado en largas tardes y noches de tedio sentados delante de la televisión, y siempre acabábamos el aburrimiento con aquel argot confidente de una simple mirada, y la frasecita:” ¿Una manecita?”, “¿Un dedito?”. Todo era tan locuaz y simple como eso. Empezar así a acariciarnos, limando nuestras asperezas con geles aromáticos. Sabíamos que podía ser rítmicamente interminable como el bolero de Ravel. Pero teníamos todo el tiempo del mundo. Su hermana Magdalena me había insistido una y otra vez lo de aquello tan espirituoso, de que su hermana se le hacía presente en los lugares más recónditos de su casa. Mostrándose en sigilosos roces, en luces que supuestamente nunca se habían apagado o encendido, en muebles inestables que a las tres de la mañana, por no sé que extraños flujos, dejaban aquel sonido quebradizo como de algo que se dobla o se vuelve del equilibrio inest