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EL QUE QUIERA CREER QUE CREA.

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Marta y yo habíamos tenido aquellas tendencias durante nuestra convivencia. Mientras que ella había vivido nos habíamos soportado en largas tardes y noches de tedio sentados delante de la televisión, y siempre acabábamos el aburrimiento con aquel argot confidente de una simple mirada, y la frasecita:” ¿Una manecita?”, “¿Un dedito?”. Todo era tan locuaz y simple como eso. Empezar así a acariciarnos, limando nuestras asperezas con geles aromáticos. Sabíamos que podía ser rítmicamente interminable como el bolero de Ravel. Pero teníamos todo el tiempo del mundo. Su hermana Magdalena me había insistido una y otra vez lo de aquello tan espirituoso, de que su hermana se le hacía presente en los lugares más recónditos de su casa. Mostrándose en sigilosos roces, en luces que supuestamente nunca se habían apagado o encendido, en muebles inestables que a las tres de la mañana, por no sé que extraños flujos, dejaban aquel sonido quebradizo como de algo que se dobla o se vuelve del equilibrio inest

EL DUENDE.

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Siempre llevábamos aquel control estricto porque no deseábamos llegar al climaterio sin haber conseguido descendencia. En el pueblo la mayoría de las familias eran numerosas. En aquella época los niños hacían labores en el campo desde edades muy tempranas. Por eso permanecíamos mucho tiempo en la habitación cuando las labores de la tierra lo permitían. Nuestra habitación daba a la huerta del Soto, y por nuestra ventana veíamos los manzanos y los castaños que rodeaban la casa; el castaño que asomaba sus ramajes era centenario, lleno de corvas y ramas extrañamente deformes en donde se escondían las ardillas. Lo intentamos numerosas veces, incluso en horas intempestivas: durante el sopor de las siestas de agosto que acababan en tormentas atronadas; durante las grises otoñadas de cielos altos; o las blancas nevadas de enero mientras el ganado rumiaba en la cuadra; o en las tardes de domingo después de procesionar al altísimo; en los viernes santos después de rezar delante de la virgen del

SUPONÍAS.

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saber que hay sitios a los que no volverás nunca te ha hecho más humano saber que el tiempo estuvo a un tris de no ser contado por tus dedos te ha hecho más humano incluso ya piensas por ti mismo que llegará el día en que no visites el lugar más amado de tú casa y también reconoces que no volverás a sentir el contorno de otra boca sobre tú propia boca sobre tus viejos pechos sobre tú piel caliente y puede que esté a punto de acabarse todas las angustias la larga incertidumbre las largas noches en que suponías todo eso

UN ATARDECER MÁS.

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Ahora que miro detrás de la ventana, mientras estoy acostado en la cama, veo la otra esquina del patio de luces, las otras ventanas igual que la mía con un leve rastro de luz amarillenta. Y al ver esta vista que no tiene nada, sólo lo que vislumbro de los seres humanos que están al otro lado, el lado de otros seres como yo que también quizás me pueden estar viendo. Ahora me apetece cerrar los ojos y viajar en el tiempo a otro atardecer cuando tenía ocho años tan sólo, y también estaba sobre mi pequeña cama detrás de una galería pintada de blanco, viendo la hilera de ventanales llenos de cristales perfectos, cuadriculados, dejando entrar toda aquella luz de la tarde. Y así, cerrados los ojos, ensoñándome, observo los ramajes del viejo olmo, con aquella rama larga que mi padre podaba todos los años, porque siempre quería meterse por la ventana. Y así, cerrados los ojos, oigo el guirigay de las golondrinas debajo de los aleros del tejado, y a mis dos hermanas corriendo y jugando con los p

PUPILAS

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En mil ochocientos noventa, la duda de los doctores era comprobar personalmente lo que hubiera de cierto en la resistencia y sensibilidad de la conciencia de las cabezas de los guillotinados. El doctor Norman y su ayudante Parker tenían dudas razonables de cuanto duraba aquella capacidad de percepción en las cabezas truncadas. Fue en la ejecución colectiva de mil ochocientos noventa y dos en la que consiguieron autorización para examinar las cabezas de los veinte guillotinados aquella mañana de julio calurosa con un extraño sopor circulado por cientos de moscas. Se colocaron debajo del cadalso y las cabezas les eran pasadas a medida que iban cayendo. Allí debajo de la trampilla, por entre las claridades que dejaban las tablas de madera, observaban aquel espectáculo dantesco lleno de horror y sufrimiento. Así preparado, las cabezas caían en sus manos todavía calientes, todas con abundantes rastros de sangre sobre la cara y la barbilla. Las cogían por el pelo, las levantaban apresuradame

OÍDOS

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El veinte de abril de hace dos años (lo tengo apuntado) fue cuando empecé a sentir aquella música en mis oídos. Los especialistas me decían que no era música, que era una especie de tono bajo como si alguien cortase con una sierra mecánica un trozo de madera. Así me lo querían describir. Pero no era eso. Repetidamente sonaban en mis oídos, rotándose en el tiempo de forma continuada la: sonata para piano n.º 8 en do menor, primer y segundo movimiento; sonata para piano n.º 14 en do menor, primer movimiento; sonata para piano n.º 32 en do menor, primer movimiento ( Quiero decir que todo fue inventado por Ludwig van Beethoven, por si no lo habíais cazado). También alternaron otras veces la obertura de Romeo y Julieta de Piotr Ilich Chaikovski. El caso es que ese fue el inicio de mi desventura, para los galenos eran sonidos de simples sierras mecánicas, pero yo, a cada paso que daba sólo escuchaba celestiales ensoñaciones de piano. La cosa empeoró con lo de las voces. Cuando dije que oía i

SUCESIVAMENTE.

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a mi me han dicho que la eternidad es una fuerza que todo lo hace más grande sin ningún final premeditado que algún día tendrá que volver a morir para volver a nacer creo en todo eso no puedo creer en otra cosa porque me da angustia no ser eterno y ya no cuento los latidos de mi corazón porque estaré en otro corazón latiendo así sucesivamente todo esto me lo han dicho en un atardecer cuando era casi niño volviendo de ver marcharse a un hombre bueno por los siglos de los siglos a otro sufrimiento o a otro resplandor me lo explicaron poniendo dos dedos así casi tocándose eso era lo pequeño luego abriendo los brazos como abrazando eso era lo grande luego para que no llorase me dijeron que todos estamos en todo lo aparente tan solos y angustiados así sucesivamente

FARMACIA.

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Comprar condones en la época de Paco era un suplicio. Las farmacias formaban parte del poder fáctico, tanto como los militares, las eléctricas o los del Opus Dei. Las farmacéuticas habitualmente eran mujeres mayores con la cara muy pálida y los labios pintados de rojo, con un quimono blanco inmaculado. Las farmacias de la época de Paco solían tener al Caudillo (Don Paco) colgado sobre el anaquel, por encima de los medicamentos. Y olían muy intensamente a penicilina, o a preparados contra la calvicie que salía de la trastiendas. Cerraban todas puntualmente a las ocho de la tarde, y si tenías una necesidad urgente ibas al quinto pino a buscar la de guardia oteando la crucecita roja y la serpiente. Pues bien. Yo una vez entré a comprar condones en los años sesenta , a una de la avenida del Cid Campeador en Burgos, con cara de pardillo; muy atorado porque delante de mi y detrás de mi había respetables señores y señoras; y cuando llegué al mostrador estaba la ayudanta de la farmacéutica y l