EL QUE QUIERA CREER QUE CREA.


Marta y yo habíamos tenido aquellas tendencias durante nuestra convivencia. Mientras que ella había vivido nos habíamos soportado en largas tardes y noches de tedio sentados delante de la televisión, y siempre acabábamos el aburrimiento con aquel argot confidente de una simple mirada, y la frasecita:” ¿Una manecita?”, “¿Un dedito?”.
Todo era tan locuaz y simple como eso. Empezar así a acariciarnos, limando nuestras asperezas con geles aromáticos. Sabíamos que podía ser rítmicamente interminable como el bolero de Ravel. Pero teníamos todo el tiempo del mundo.
Su hermana Magdalena me había insistido una y otra vez lo de aquello tan espirituoso, de que su hermana se le hacía presente en los lugares más recónditos de su casa. Mostrándose en sigilosos roces, en luces que supuestamente nunca se habían apagado o encendido, en muebles inestables que a las tres de la mañana, por no sé que extraños flujos, dejaban aquel sonido quebradizo como de algo que se dobla o se vuelve del equilibrio inestable al estable. Yo le decía que eso eran flujos magnéticos. Que suele ocurrir. Que el flujo cambia por las noches en la tierra. Que los enfermos terminales mueren a esas horas. Pero no pude convencerla. Y heme aquí, delante de esta Bruja, tocada con un quimono de guiri verbenero, llena de colgajos de hojalatas doradas, y piedras encadenadas en todas las partes de su cuerpo. Heme aquí, en esta habitación, cogida mi mano a la diestra de Magdalena, y a la siniestra de la Bruja, entre esta penumbra, y silencio sepulcral, escuchando las invocaciones roncas de esta adivina, para que Marta se haga etérea ante nosotros. Y como es tan suave el relatar de la bruja, clamando, implorando, apretando mi mano derecha, empiezo a sentir una rara ensoñación, que no sé si es alucinación o cansancio, al mismo tiempo que presiento que una extraña y sabia mano está desabrochando mi bragueta, lo que hace aflorar un sudor frío en todo mi cuerpo y parte de mi alma; y por un absoluto razonamiento matemático de parvulito, miro las manos que hay sobre la mesa (seis manos cuento), y nadie más estaba cuando había entrado en esta sagrada alcoba.
PD. Los pies no cuentan. La mesa era tan ancha que aún escurriéndose debajo no habrían llegado a mis partes ni Magdalena, ni la misma Bruja.
El que quiera creer que crea.

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