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MOSCAS.

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  La manilla era de bronce, resobada por el tiempo. La mano queda con ese poso de un rastro metálico. Abro la puerta y, con una lentitud ritual, me siento en el borde de siempre. La cama gime bajo el peso de mi cuerpo. Me dejo caer poco a poco hasta encontrar la almohada. La perfección puede ser una postura de reposo, la única certeza incuestionable. Lo absoluto se traza en la huella del cuerpo sobre el lecho, en la sensación de casi ingravidez, como si la responsabilidad de existir se disipara en el aire. Abro los ojos y el techo se extiende en su plenitud indiferente. Tres hendiduras en zigzag se abren paso con su desenlace trágico en la esquina. La luz es ajena, filtrada por la ventana entreabierta. Percibo el leve indicio de un rastro azulado. Todo lo que me rodea es desorden. Restos de otros habitantes resuenan en la disposición errática de los objetos: una fotografía de un mar distante, un cuadro inclinado de un barco apenas visible en su horizonte imaginario, flotando sobre ...

SUCCIÓN.

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  Fuimos siempre de la opinión de que, si llovía, había que abrir el paraguas. Hasta ahí, de acuerdo. Incluso, cuando el sol caía a plomo, el paraguas seguía abierto por su utilidad. Nada que discutir. Para pasarle el brazo por el hombro, otra posibilidad: el paraguas, siempre abierto. Me daba no sé qué la anchura de sus espaldas, el volumen generoso de su trasero, sus piernas robustas con las rodillas tocándose al caminar. Sentía su calor de un lado; avanzábamos juntos, cogidos quizás, de la mano o de otra forma, pero cogidos. Y por algún motivo que ahora se me escapa, con un paraguas abierto aunque ya no era necesario. Llegamos al "succionador municipal" de Santa Engracia, el que está al lado del estanco y de la floristería, esa que siempre huele a camelias, a gladiolos, a fragancias dulzonas mezcladas con el aroma rancio de tallos podridos y tabaco. Era el primer succionador de la calle Santa Engracia. Había cuatro personas delante; esperamos. Le dije: —Si llevas un euro s...

HABITACIÓN.

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  No sé muy bien cómo describir este fracaso anatómico. Lleno de un aburrimiento lento, lleno de dudas y de malas noticias. Dispuesto a realizar un ejercicio imposible. Ocurrencias que me vienen por estar tan lleno de soledad, satisfecho de ocupar y habitar el espacio que me corresponde, tan lleno de soledad. Masturbarme mientras me introduzco el dedo por el culo ha sido siempre un imposible. Tumbado, la pelvis se resiste a elevarse lo suficiente; incluso de pie, frente al lavabo, la postura se vuelve una incómoda parodia de equilibrio. He probado con la mano derecha en la polla y la izquierda hundiéndose en el ano —esta vez por puro placer, no por obligación—, pero todo terminó en derrota. Demasiada atención en la mecánica del acto, demasiado poco el placer mismo como recompensa por tanto esfuerzo. Desde que me da el recuerdo, estoy casi seguro de que nunca he dado placer a nada. Nunca mi mano escribió palabras sobre una espalda ajena, ningún gesto con esa intención. Nunca ningu...

NIÑO.

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  Tres generaciones atrás, alguien lloraba de alegría, pero nadie recordaba exactamente quién ni por qué. Solo quedaban las sombras de una enredadera que trepaba por un balcón abierto, sus hojas atrapando la luz de un sol antiguo, dejando en su tallo un rastro de sucesos. Era un año de tonos marrón claro, un año que olía a pan caliente, a infancia perdida y a heridas abiertas que jamás cicatrizaron del todo. El abandono tuvo su primera lección cuando me dejaron solo. Fue un instante de descubrimiento y miedo, la súbita consciencia de estar en el mundo sin amarras. Al levantar la vista, los rostros de mi madre y de mi padre aún flotaban en la memoria, detenidos en el umbral de la puerta, observándome con la lejanía de quienes se alejan sin hacerlo del todo. Los años trajeron consigo a los repartidores, aquellos hombres de manos firmes que descargaban cajas y promesas sin destinatario. Eran los heraldos de lo inmutable, con sus camiones grandes que llegaban y partían sin pausa, sin p...

LOS URALES.

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  Pensaba en mi suerte inmediata. -¿Cuál sería mi suerte? La habitación, un cubo de sombras con escasa luz, se cerraba sobre mí como un ataúd mal barnizado. Afuera, el viento hendía el espacio con filos de brisa invernal. No había nadie más. Solo yo, la ventana entreabierta y aquella sensación que se colaba como un aliento extraño procedente de la intemperie. Era libre de decidir el próximo suceso inmediato. Podía cerrar la ventana, dejar solo una raya de luz en su mínima extensión, como un hilo de vida que se resiste a romperse. O podía dejarla abierta, permitir que el viento irrumpiera sin clemencia, que el frío convirtiera mi piel en estremecimiento. La libertad, al final, era solo eso: elegir entre un gesto y otro, sabiendo que ninguno cambiaba nada. Era libre de imaginar algo irreal. Una mariposa púrpura—¿o era solo un sueño de color?—se posaba sobre mi pecho. Sus alas temblaban, frágiles, como si ya supieran que toda promesa de libertad es una mentira. Qué bien asesinar ...

GRITOS.

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  Nunca he visto que los techos detengan los sonidos. Los techos vibran. Tiemblan como pieles tensas, como membranas que solo simulan ser fronteras. No retienen nada. Tampoco han retenido tus gritos. Ni los que lanzaste cobijado en la sombra de la noche, ahogados entre sábanas, cuando creíste que el mundo era solo un cuarto cerrado y un jadeo. Ni los que escaparon de tu garganta a pleno día, en un cruce de caminos, cuando el sol era una losa y el aire pesaba como plomo fundido. Todos. Incluso los más tenues, esos que apenas rozaron tus labios, como un susurro que se niega a ser palabra. Todos se han ido. No se han perdido. Los gritos de dolor, los de amor, los que nacieron del miedo o de la rabia. El grito que una vez hizo tu mundo más estrecho, más obsesivo, el que te encogió hasta convertirte en un nudo de nervios. Los gritos que te humillaron, los que te escupieron a la cara, imperantes, húmedos de saliva ajena. Todos han trascendido. Han atravesado el techo, la atmósfera, la es...

TÚ.

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  "¡No quiero tu amor burgués! ¡Solo tu coño en mis encías! ¡Y un geranio en el bidé! ¡Y macarrones con tomate cada díaaaaa!" Comerme tu boca es como masticar bolas de sacarina: dulce, químico, un zumbido en los dientes que no se va. Cuando me pones los calcetines y me besas, me sabes a pan blanco. A miga fresca, a horno de barrio. Una vez, tiraste hojas secas de geranio desde la terraza, y al estrellarse contra la calle, retumbaban a más de ochenta decibelios. Y mientras, tú me limpiabas el culo, aguantabas mis pedos como si fueran ráfagas de viento inofensivas. Los calcetines me los pones con mi pierna entre las tuyas, como a un niño que va para la escuela, resignado pero arropado. Y aún recuerdo los macarrones con tomate, los geranios de la terraza floreciendo en blanco, las gaviotas volando en formación, como cazas F-16 sobre la bahía. Cuando me pones los calcetines, estás vistiendo el cielo con nubes de colores. Cuando me abotonas la camisa, me cubres el alma, me tapas d...

NOCHE.

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  Yo soy de correrme fácil. A veces, un pie arriba y un pie abajo, y ya me corro. Benerita me dice: —Ya. Y yo le digo: —Ya. Todo esto ocurre de noche. Graznan gaviotas en la oscuridad, como ánimas perdidas. Aceleran motos, rasgando el aire con sus rugidos metálicos. Voces llegan desde una calle cercana, fragmentos de conversaciones que nunca entenderé. También está el coche detenido frente al semáforo en rojo, latiendo al ralentí, hasta que de pronto despierta, escupe un acelerón y se pierde en la distancia. Entonces queda ese sonido industrioso, un buuu de máquinas lejanas, como si la ciudad respirara por tubos de acero. Y entre todo esto, a veces, el silbido del último tren, agudo y melancólico, como un lamento. —Anda, ven, ponte encima —me dice, y yo me pongo. Es ese movimiento incómodo, en el que hay que pasar la pierna con cuidado, a menos que entres por la horquilla, como un ladrón entre rejas. Sus piernas forman una Y griega al revés, un territorio que domino a medias. La no...