MOSCAS.
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La manilla era de bronce, resobada por el tiempo. La mano queda con ese poso de un rastro metálico. Abro la puerta y, con una lentitud ritual, me siento en el borde de siempre. La cama gime bajo el peso de mi cuerpo. Me dejo caer poco a poco hasta encontrar la almohada. La perfección puede ser una postura de reposo, la única certeza incuestionable. Lo absoluto se traza en la huella del cuerpo sobre el lecho, en la sensación de casi ingravidez, como si la responsabilidad de existir se disipara en el aire. Abro los ojos y el techo se extiende en su plenitud indiferente. Tres hendiduras en zigzag se abren paso con su desenlace trágico en la esquina. La luz es ajena, filtrada por la ventana entreabierta. Percibo el leve indicio de un rastro azulado. Todo lo que me rodea es desorden. Restos de otros habitantes resuenan en la disposición errática de los objetos: una fotografía de un mar distante, un cuadro inclinado de un barco apenas visible en su horizonte imaginario, flotando sobre ...