EL MASTIN NAPOLITANO


Acabo de salir del médico del seguro, y me aumentado la dosis del Prozac, a una pastilla más. Eso es que no ve bien. Antes de volver a casa pasé por el cementerio de Deva para ver la plaquita del niño. La he limpiado, y le eché agua al guindo que escogió Orencio. No tiene bien las hojas. A mi me gustaba más la hoja del cornejo, es más grande y le caen menos. Luego me pasé por Poago, a ver a Kaiser a la perrera. Aún no lo han matado. Al verme se subió con su patas sobre los barrotes de la jaula, está sucio y tiene los ojos muy tristes, nunca lo sentí aullar con tanta pena. Le llevé unas alas de pollo. Tiene dos heridas en el cuello, y el hocico reventado. Me dio mucha pena y me volví a casa.

A Orencio le pusieron Dosulepin, y anda a trompicones. No lo quitaron del camión. Reparte por Lugo de Llanera. Yo a lo que más miedo le tengo es a la autopista, a que de un volantazo. Ayer cuando cenamos se le cerraban los ojos. Ahora no llora tanto como antes.

Yo lo que quiero es no recordar, pero las cosas no son como una quiere, la cabeza va y viene y no se controla, sólo la pastilla logra atontarme, y ahora con más dosis andaré como un zombie.

Si Orencio no tuviera aquella costumbre. Cada poco lo hacía así. Cuando llegaba no iba a ver al niño, Yo siempre fui dispuesta a todo. Dejaba intencionado algún plato en el fregadero, y cuando sentía la llave en la puerta, me ponía allí, aclarando aquello. No decía nada. No le veía la cara. Sólo sentía su mano bajándome las medias. No había prolegómenos. Nada que objetar. Si le gustaba yo estaba para eso. Algunas veces con el gusto me cogía la cabeza, y me hacía besar el fregadero. Aquel día eran las siete de la tarde. Del niño, sólo sentimos un grito. Aunque no sé muy bien si fue del Kaiser o del niño. No puedo describirlo, pero lo tengo aquí. Muy metido. Luego vimos a Kaiser en la puerta que nos lo traía cogido por el cuello, como si fuera un regalo. Pero ya estaba muerto.

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