EL MOROLO


Franco, José Antonio, y Don Joaquín, el maestro.. Detrás había una estufa de leña que soltaba olor a pino, con un tubo curvo que salía por un cristal roto de la ventana. En otoño los árboles de fuera se agitaban como si fueran cientos de manos, todos pelados, menos un boxe mutilado y anárquico. El maestro hablaba del último decenio de historia, mientras yo trataba gozar del cielo. Si hablaba de religión el infierno lo asociaba al abismo, al peligro mortal, a cómo escapar de la condenación. Y el tiempo pasaba y pasaba, mientras la estufa soltaba un vaho de humo tras la ventana. Íbamos con Dios y disparados, cuando Don Joaquín levantaba la mano y apuntaba a una puerta de arcos ojivales, con dos hojas, que apenas dejaban espacio a la barahúnda. Salíamos como poseídos, corriendo con los maletos, por la rampa, hasta el hórreo de Hortensia, escondiéndonos entre los pegollos. Muchas veces estaba allí el Morolo, babeándose, sentado sobre las trabes del hórreo, con los pies colgando. El morolo tenía unos ojos grandes de color gris, muy hundidos entre cejas tupidas, y la cara llena de granos. Qué ojos tan tristes e ingenuos. Ahora los recuerdo mirándome, como un perro apaleado, en el suelo, cuando Leandro y Talo, se agarraban a sus pies tirando con fuerza hasta hacerle

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