HIERBA.


En Diciembre, a eso de las doce de la mañana, la hierba tiene muchas gotas de rocío. Si la miras de frente cuando el sol la alumbra por detrás, ves infinitas pompas brillar en diferentes tonalidades. Algunas soportan la inclinación de luz reflejando un diminuto arco iris. Ahora mismo las veo así, delante de mí. Mi guadaña se abre y se cierra y va segando suavemente una senda de casi dos metros de ancho, dejando solo un puño desde la raíz. A mi lado se van depositando flores y flores, tallos verdes de hojas, infinidad de colores caídos desordenadamente. Cuando descanso apoyado sobre el talón del mango. Veo el monte de la Bobia amplio y grande, desgastado sobre el horizonte -limpio de nubes- con una tonalidad blanca, que resplandece transparente como el celofán. Yo siego y siego absorto, recogiendo la brisa sobre mi cara, y me siento tranquilo y a gusto, mientras lejos de mí, observo un azor que hace chillar a una liebre. Haciéndome pensar que en la misma perfección de la vida, la muerte figura como alimaña. Yo siego y siego, y sobre mi guadaña se marcan rastros de clorofila verde. Porque es diciembre, a eso de las doce de la mañana, y da pena segar tanta vida. Sintiéndome un cosechador, severo, como la propia muerte.

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