BUITRES


Siempre que a Prudencio le tocaba segar la Avena Fatua por la primera quincena de Mayo. Se marchaba muy temprano de casa montado sobre la Casta, una vieja mula de carga y un macho primerizo que le llevaba las viandas y los apeos para la jornada. Cuando salió de San Martín el día apenas clareaba. El Macho iba atado al rabo de la Casta, rezongando y de mala gana. Cuando el sol ya estaba subido sobre el pico del Texo, ya veían la pradera verde y amplia. Su marca comunal era la más lejana, así que iban atravesando aquel campo verde como si fueran flotando sobre un mar de pequeñas hojas dejando un rastro de tallos doblados. Cuando llegaron al roble de marca descargó la mula y el macho, sacó la bota de vino de las alforjas y la sumergió hasta la mitad en la torrentera del Foxo, por donde bajaba el agua fría y cristalina. Las alforjas de las viandas las colgó de una gabita del roble, y a los animales, con cuerda larga, al mismo tallo. Montó la guadaña, la afiló y comenzó con la primera hilera de siega. Cuando pasaron seis horas el sol estaba sobre el cielo picando alto, las moscas ya se hacían pesadas, las mulas estaban agachadas, y la bota fría y el vino hermoso. Estiró un saco de arpilla bajo la sombra; sacó chorizos, tortilla de patata, cecina, un buen trozo de queso viejo, media docena de manzanas y pan de centeno recién horneado, abrió una navaja Sevillana, y comenzó lentamente a comer. La brisa era liviana, las hojas del roble sonaban con el viento del ras. Prudencio le daba cabeza arriba a la bota con chorro fuerte, bien apretada. Cuando hubo comido le entró aquel sopor que da el vino de pellejo bebido en cantidad, severo en alcohol y muy espeso. Apoyó la cabeza en el saco y se quedó dormido. Sus ronquidos eran largos, su pecho no se movía, vibraba, parecían rugidos del mismo demonio; y el sol que había abandonado la sombra se puso sobre su cabeza lento y traidor. Cuando pasaron dos horas casi ya no había ruido. El pecho de Prudencio estaba muy parado y sus ojos muy abiertos mirando de frente al sol. Sobre el empinado del roble se agitaba el aire entre las hojas, dejándose ver por las dos partes. Mientras las mulas se quitaban las moscas frotando el cuello contra la rugosa corteza del roble.
Del despeñado de Frías, angosto y alto, se acercaron dos buitres grandes volando suave hasta posarse a dos metros del cuerpo inerme de Prudencio. Giraban con la volada caída como si intentasen identificar la presa, hasta que uno de ellos dio dos saltos con las alas entreabiertas posándose sobre su pecho y, se quedó unos instantes quieto, manteniendo el equilibrio; agitó su pelada cabeza como escrutando su cara, y comenzó a picarle los ojos, mientras de las peñas de Frías el cortejo de buitres daban vueltas y vueltas apresurados, cada vez más bajo, presintiendo que el sol pronto estaría del otro lado.

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