MUÑECA


Hacía dos años que no volvía a mi casa de San Martín donde había nacido. Llevaba cerrada desde que mi última hermana se marchó de allí para siempre, hace de esto bastantes años. Cuando abres la vieja puerta de dos hojas que da a la subida del Leirón, chirría ligeramente, y aparece el pasillo de la planta superior con suelo de tabletilla sobre viguetas de madera. Delante de mí estaba aquella penumbra rota por la claridad de las cuatro habitaciones que hay a derecha e izquierda. Por la planta baja se accede desde la carretera, a través de una acera de piedra amplia. Abajo teníamos un pequeño almacén con apeos de labranza y una cuadra. No sé si vosotros habéis tenido esa sensación de volver, después de años, a la casa donde habéis nacido, jugado, vivido, amado, despertado, soñado; y todo esas sensaciones innatas de la infancia. El caso es que me embargó una extraña emoción de volver a ver todo aquello, era un recordar continuo de sensaciones que se captan con todos los sentidos; entre alegría, sorpresa y tristeza, de sombras que parecen oler y tomar vida. Lo recorrí todo. Las habitaciones, la cocina, la galería que daba al río Navia entre la profundidad de las laderas de Eilongo. Luego bajé por las escaleras de madera que descienden a una pequeña bodega con sólo un ventana mediana, de un solo cristal, llena de tela de arañas, por donde entraba una amplia claridad. Aún había aquel olor antiguo que parecía avivar los recuerdos. Allí estaba la caja de madera con el viejo anagrama de tréboles marcados a fuego sobre sus lados, y aquella tapa que había colocado mi padre con unas bisagras doradas, y una manilla en forma de tirador. La abrí despacio. Estaba todo desordenado: fotos, litografías en blanco y negro, antiguos almanaques, cajitas de hojalata de colores con bisuterías, cromos, libros de la escuela, cuadernillos. Había de todo. Me senté sobre un escalón de la escalera, arrimé la caja, y comencé a sacarlo ordenadamente. Quizás el tiempo quiso acortarse, quizás el tiempo tuvo un extraño retroceso. El caso es que me vinieron tantos recuerdos, torrentes enteros de recuerdos. Cuando estaba llegando al fondo de la caja, vi el pelo rubio de la muñeca, su falda plisadita llena de polvo, al cogerla sus ojos se inclinaron y se abrieron, me miraron como si quisieran contemplarme lentamente. Fue un impulso el apretarla contra mí, como aquella primera vez en una mañana de Junio, en que la recogí arrimada al tallo del cerezo de la huerta, mi hermana siempre estaba detrás de mi, me esperaba de pie, en ese sitio, con los brazos estirados, y las manos levemente recogidas, esperando, hasta que ceremoniosamente se la ponía sobre sus manos; desvaneciéndose luego no sé por donde. Ahora abrazo a la muñeca contra mi pecho, teniendo la sensación de su presencia, es como un peso extraño sobre mi nuca. No tengo miedo. Se que debo dar la vuelta despacio, sé que está aquí, en la parte superior de las escalera, con la claridad sobre sus espaldas, posada sobre su cara la penumbra de la tarde, los brazos estirados, las manos levemente cerradas indicándome que le ponga su muñeca, de nuevo, en esta ceremonia irreal, que ya creía olvidada, y que no sé si estoy soñando.

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