EL RELOJERO DE BERNA


Hacía casi una hora que la noche había llegado a la plaza Münster. Droz apenas sentía ya su murmullo, ni el estruendo de los coches de caballos. Apenas apreciaba las piernas de los viandantes pasar a través de los cristales, de aquel pequeño bajo lleno de humedad procedente del rió Aar. Llevaba dedicando el trabajo de cuatro días, sentado detrás de aquel autómata. Era una anciana extrañamente tocada con una larga falda de plisados hecha de hojalata dorada, con una toquilla cogida al cuello que acababa cubriéndole la cabeza, y dos bastones apoyados en el suelo para facilitar su estabilidad y movimiento. Sobre su cabeza llevaba un llamativo pañuelo bronceado y su cara, brillante y deforme, estaba recubierta de finas placas de estaño y latón para rematarla al final con suaves placas de cerámica que reposaban sobre su mesa.
Droz, llevaba dos horas totalmente ensimismadas en aquella leva mecánica que activaba manualmente haciendo moverse a la anciana por la habitación. A cada paso que daba, Droz se veía obligado a arrastrarse sentado sobre su silla. No sabía por que ocurría aquel fallo imprevisto que no daba continuidad a los elementos motrices del autómata; algo fallaba en los cables que iban a los elementos lejanos de las articulaciones. La estancia empezaba a oler al aceite de ballena de los cuatro quinqués encendidos. Por las ventanas que daban a la calle había una calma total, de vez en cuando se apreciaban pasos apresurados detrás de aquella plena oscuridad. El tiempo pasaba con irrelevancia pasmosa para Droz. Y allí seguían dando vueltas por la habitación. La anciana arrastraba sus zapatillas de latón, y los dos bastones, en cortos espacios, y con una continuidad de un máximo de ocho impulsos, luego se quedaba parada, Droz arrastraba su silla, y volvía a manipular aquella maldita leva llena de exactos y progresivos mecanizados, que coordinaba el movimiento de los brazos y los pies en impulsos simétricos e iguales.
Quizás fuera sobre las tres de la mañana, cuando Droz tuvo un presentimiento, casi una certeza, de que el fallo provenía de los pequeños imanes que retenían el impulso del movimiento de los pies. Pensó que estaban sobredimensionados y el apoyo era excesivo; lo que también hacía excesivo el esfuerzo mecánico por el rozamiento sobre el suelo.

Pero ya era muy tarde. Y el agotamiento podía con él. Y aquella humedad del Aar, que hacía gotear la pared que daba al nivel de la calle, hacían doler su espalda. Se levantó lentamente dispuesto a marcharse, fue apagando los quinqués de los laterales de la habitación, dejando el de la puerta para el final. Retiró la silla, miró a la anciana proyectando una grotesca sombra sobre una mesa llena de diminutas piezas, y se dispuso a salir. Caminó lentamente los cinco metros que le separaban de la puerta, deslizó el cerrojo para abrirla, y fue entonces cuando sintió aquel pequeño golpecito en su espalda, al dar la vuelta la vio allí, detrás de el, con la cabeza ligeramente erguida, dando la vuelta. La viejecita no paraba de moverse en círculos, sin pararse, tan silenciosa que parecía levitar.

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