LLUVIA


De todas las cosas que podíamos añorar o detestar estaba la lluvia. Podíamos añorarla hasta sentir la necesidad de una boca sedienta; de hacer rogativas, de sacar a la Virgen del Carmen a dar vueltas por el atrio de la iglesia y alrededor del cementerio. Podíamos añorar el olor que dejaba la tierra cuando volvía la lluvia, aquel vapor que se veía subir abandonando la sed. Por otro lado, en el mes de Abril cuando las claridades empezaban a ser largas, si la lluvia se ponía días y días con aquella capota de niebla sobre los montes, también la odiábamos. La lluvia tenía esas alegrías y esas tristezas. Yo ahora quiero hablar del exceso de lluvia y de los recuerdos. Los recuerdos pueden ser gotas y gotas, ensoñados, detrás de un cristal que está como llorando. La sorpresa, la pesadumbre del sueño cortado repentinamente al labrador que baja precipitado para ve flotar a las vacas, a los caballos, sobre una mezcla de abono y agua turbia, en una cuadra hecha de losas; sobre esa angustia de tener que correr en una noche cerrada de diluvio, a soltar las ataduras del pesebre porque el agua está ahí, y aquello no es el Arca, es tierra firme, con ese nivel que llama a la muerte a bocanadas.
Pero de todas las tardes que recuerdo, de tanta lluvia, que parece imposible que el cielo tenga - ahora, detrás de los cristales-, se me vienen a la memoria los ojos de mi padre, mirando como de repente la torrentera , por la ley inexorable de la gravedad, bajaba por un cauce que nunca había existido, arrollando todo lo que encontraba a su paso; el maíz plantado, arrastrando como si pareciese toda la vida en una simple cosecha, viendo todo aquello, impotente (desesperadamente), llorando; sin saber si el agua que bajaba sobre su cara arrugada eran gotas de lluvia, o lagrimas de tristeza y sufrimiento.

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