ASOMADO


Por la barba que rodea mi cara me llaman El Asomado. Y es verdad. Parece que siempre estoy mirando fuera de mi mismo. Desde esta paraninfo escrutador, recito y digo mucho mejor mis poemas en los encuentros y tertulias literarias que frecuento.
Ayer hice un poema sobre el fuego.
En este poema relato (entre abstracto y coloquial), este fenómeno natural relacionándolo con el axioma de la vida: de cómo alegóricamente convertimos en cenizas cosas tan leves como el alma; de cómo el alma emerge vencedora del fuego, incombustible, sin una mala sombra negra; de cómo un niño instintualmente “mea” sobre un pequeño fuego hecho entre envolturas de papel y cegadoras volutas de humo. Todo tan ancestral como el instinto más profundo de nuestro inconsciente colectivo.
Hoy le estoy dando los últimos retoques.
Lo leeré esta noche en la penumbra de un anaquel lleno de libros guardando mis espaldas.
Últimamente me gusta darle forma transcendente a los finales. El final de los poemas debe ser estricto y definitivo. Deben encerrar en una simple sentencia lo que no se ha dicho en los versos anteriores (Los finales de un poema son como una flor: los peristilos forman el fonema, los pétalos son el envolvente que lo hacen armónicamente contagioso). Y estoy pensando en que el sentido final de esta grandiosidad que estoy acabando, tendrá que ver con el carácter purificador del fuego: el fuego como un hecho físico no inventado; el fuego inherente al propio universo, que desciende de la montaña en las manos del hombre. O el fuego encontrado. Huyendo del fuego.
No sé…
Me vienen a borbotones grandes ideas (Las bocanadas de calor del Vesubio, como un dragón enfurecido, quemando las calles de Pompeya).
A eso de las seis de la tarde, me arreglaré un poco la barba. Tendrá esa geometría de monte bajo que me rodea la cara; bien delimitada y rasurada, simétricamente igual por ambos lados, desde mis patillas bordeando en una vuelta sinuosa la barbilla.
¡SI! Parezco asomar al mundo. Y delante del atril, entre la penumbra del pequeño foco que alumbra mi poema, resalta más oscura mi ropa negra, mis manos largas dando pausados vaivenes.
Debo parecer el mismo demonio; y eso me gusta.

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