DÉJÀ VU DE UN SUEÑO QUE YA HABÍA VIVIDO.


No sé por qué me puse a dormir la siesta debajo de aquel manzano. Mi padre siempre me lo decía: “No te pongas a dormir debajo de un manzano con manzanas a punto de madurar, te van a dejar “descornao”. El caso es que haciendo “caso omiso” a esta recomendación me puse debajo de uno de fuji, tan rojo de fruta, que daba gusto verlo. No sólo eso. Me tendí a la sombra del más grande y amplio. Desde aquella posición podía verlo cargado hasta las mismas entrañas de las ramas, con aquellas manzanas grandes tirando a color ya madurado.
Para quitar la humedad de la hierba tendí dos sacos muy tupidos, y una chaqueta vieja de lana que había cogido del pajar. Y así, boca arriba, con los ojos abiertos hacía los ralos del azul del cielo, veía la fruta colgada por toda la amplitud de las ramas. No tuve ningún miedo a que una manzana de buena medida se desprendiese contra mi cabeza o mi cuerpo; no suponían ningún riesgo las leyes clásicas de la gravedad (apenas siseaba una ligera brisa que no tocaba ni movía las ramas). En el verano las primeras horas de la tarde son para quedarse dormido sin mucha dificultad. Y fue aquella suave placidez la que hizo caer mis párpados, mientras los sonidos de todo lo que me rodeaba llegaban apagados; incluido el jolgorio de los pájaros que danzaban de un lado al otro piando como poseídos.
Y en aquella postura de boca arriba, con las piernas ligeramente encogidas, me vino el sueño. Había entrado en el un poco por agotamiento, y otro poco por lo templado del día, otro poco por sentirme hipnotizado al mirar el cielo y ver ligeras nubes desplazarse por entre las hojas (que no sabes si se desplazan las nubes o las hojas). Los instantes que siguieron los recuerdo confusamente. Percibí la irreal imagen de un gran árbol que no estaba plantado en ningún lado. Sobre un color de azul difuminado que casi era blanco. El árbol no tenía hojas ni raíces, un simple tallo recto y ramajes con una simetría inusual, igual de ramas a un lado y al otro, cargado de manzanas de un rojo extrañamente brillante. Me sentía con los ojos abiertos, observando, mirando la escena, viendo como se desprendía una gran manzana, hasta caer lentamente sobre mi cabeza, quedándose parada sobre mis ojos, en una estabilidad de mágico equilibrio.
Fue entonces cuando me despertó la ventolera, y la lluvia de fujis sobre mi cuerpo, y los nubarrones de una tormenta cercana que vareaba agua racheada con grandes goterones. No sé el tiempo que dormí. Estaba empapado. Sin preocuparme mucho, corrí hacía el pajar, y me quedé mirando al cielo, que ya no estaba azul. Desde la arcada de entrada, resguardado de la lluvia, veía como se desprendían manzanas y manzanas sobre la yerba.
Se me ocurrió dormir la siesta debajo de un manzano Fuji que había al lado del pajar de la hierba seca. Mi padre nunca me lo recomendaba. Cuando era pequeño siempre escogía los dos abedules del ponto, antes de llegar a casa. Al final decidí quedarme en el pajar porque empezaban a llegar nubes por las montañas de “Cova dos Torgos” Fue una pena, porque me hubiera gustado tirarme debajo del manzano de Fuji, me gusta su color rojo, salteado entre las hojas amarillas y verdes, y cuando están maduras aquel olor dulce, profundo, tan agradable. Al despertarme estaba parando de llover, y cuando me asomé a la cancela vi todas las manzanas por el suelo. Me acerqué despacio entre la hierba mojada, y cogí un saco que estaba debajo para recogerlas. Me pareció extraño aquel saco, y la vieja chaqueta de lana que estaba de almohada con la forma de haber reposado una cabeza, era como si alguien hubiera tenido allí un largo sueño de siesta, o por un instante mi memoria fuese recorrida por un déjà vu de un sueño que ya había vivido
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