ELLA.


De velux a velux, de bajo cubierta a bajo cubierta, la veo esquinándome un poco hacía la izquierda. Mejor perceptible cuando hay penumbra por su noche avecinada, o desde mi día que también va siendo noche. Ella no corre las cortinas de la ducha, y por el verano queda aquella rendija de su ventanita inclinada que la ventila y le da frescor. Y entonces yo lo apago todo, en mi está la penumbra y en ella aquella claridad que le dan los óculos casi evanescentes y sutilmente azulados, que caen como luz celestial sobre su cuerpo iluminando a mi diosa aparecida. Nunca la confundo con su marido, un espécimen descomunal, rapado al cero, y que antes era musculazo y ahora tiene gordura de cebón. Mi "Kuka" me embriaga todas las semanas dos veces (o así), así son sus costumbres de higiene, de pie, maseajandose con esplendorosas espumas por su espalda, dándose la vuelta para que le vea aquellos tocinillos de cielo con areolas y pezones lanzados hacía arriba, viéndolos vibrar armoniosamente, mientras con un regusto ceremonioso, me agito a mi mismo ensoñándome, ojos en blanco, con una caricia casi ficticia de la que me separan cinco metros completamente nítidos y reales, tan lejanos de su piel como las antípodas de este trozo de tierra que me sustenta.

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