AGUJAS.


Hace más de cuatrocientos años la joven Beatriz Cenci soportaba, entre cortinajes y alcobas escondidas, muchos ataques incestuosos de su aristocrático padre. El Papa de entonces, dadas las circunstancias, y por habladurías que se van deformando la declaró bajo el influjo del Dios de las tinieblas, condenándola a muerte. Antes de morirse tuvo que purgar sus penas porque estaba poseída por el diablo; el diablo estaba en su interior, ella no lo sabía. Su particular locura no le dejaba ver que dentro de su piel el alma de Belcebú reinaba. La Inquisición en estos casos no era parca en recursos. Físicamente si estás poseído es que algo está dentro de ti. El diablo imprime su señal en cualquier parte del cuerpo, que no vamos a enumerar; sería repasar las partes más cruciales de nuestro organismo.
Para tal tortura, escogieron una entablada en forma de potro o mesa. Cuatro monjas había en la estancia iluminada con antorchas. Primero la desnudaron. Luego la ataron. La superiora, más entendida en cosas del cuerpo, marcaba los lugares sobre su piel blanca como la leche, y las otras iban clavándole las agujas en un atroz suplicio, siendo cuidadosas de no afectar vísceras principales para mantenerla viva el más tiempo posible. Una vez muerta no se sabe, a ciencia cierta, si Belcebú recibió alguno de los innumerables pinchazos, o si por una extraña magia aún mora entre los huesos, o el polvo, de la desdichada y ultrajada Beatriz Cenci.

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