ESCOLOPENDRA.


Me contaban aquel cuento de la escolopendra que subía por la fachadas, y mientras dormías por la noche escalaba el borde de la cama y se te metía por la oreja. Y aquello era horrible. Un día me envolví con el cobertor como una momia. El problema era que para ver un poco de luz, mi oreja quedaba fuera, y fue muy angustioso, estuve largo tiempo despierto observando los rincones que estaban entre sombras.

Soñé que era traslúcido, ahora que casi soy viejo. Y me vino a la memoria del sueño aquello que me decían de niño sobre la escolopendra. Era tan larga que su rabo estaba a la altura del segundo, y la ventana de mi habitación queda en el patio de luces de un octavo, tan así de larga que estuvo dos horas metiéndose por mi oreja. Lo horado todo. Fue comiendo y comiendo hasta que mi piel se convirtió en una fina capa trasparente.

Anduve por todos los sitios con el horrible bicho dentro, me veía desnudo en el baño con aquel color parduzco y millones de patas diminutas agitándose en mi interior. Apenas si podía moverme, más bien me arrastraba mientras me iba consumiendo.

Quedé despierto a eso de las seis de la mañana. Mi boca estaba seca, con ese regusto que dejan los malos sueños. Al verme en el espejo aprecié mi angustia, y quedé pensando en los extraños mecanismos de la mente. La escolopendra había vuelto a mi memoria desde no sé qué abismo inimaginado de mi infancia.

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