EXTRAÑAMENTE, MIRÁNDOME.


Había un piano, recto por un lado y cóncavo por el otro y tenía una cola de piano, que no sé a que se debe, así visto, lo de la cola. Ella estaba de pie arrimada a la parte cóncava talludita como si fuera una viuda, sin duda era viuda talluda. Cuando la visitaba se ponía esplendorosa, otras veces, quiero decir que remarcaba su figura de una forma que parecía intranscendente, pero no lo era. También su cara retocada en sus sombras y luces, retocada su piel ya envejecida, levemente para que no lo pareciese tanto, también sus ojos que no eran tan grandes con aquella sombra que los hacía engañosamente grandes, más claros. Ya había atardecido, y sobre el piano una lamparita que lo dejaba todo tenue, digiérase en una penumbra acogedora para el amor. Yo me supuse que Ella estaba con la algarabía del deseo, esa leve humedad posmenopáusica, preparada para lo que pudiera surgir. Tengo que decir que era después de la atardecida, noche plena, no sé de que mes, no sé de que día, era de este año, y cuando entré en su casa había cerezos floridos. Premeditadamente razono la situación, aquella concavidad y aún sus caderas elevadas sobre aquella concavidad ajustadas (¿ambas?) a la curvatura del piano, sus ojos mirándome. Me acerqué plenamente. Sentí sus muslos calientes, sus tetas extrañamente elevadas contra mi pecho y me acerqué con mi boca abierta hasta su boca cerrada, incluso los labios apretados, yo haciendo una culebrita con mi cintura sobres sus muslos, erecto, sí, casualmente; mi lengua se metió entre sus labios como una cuña de madera sobre la madera hendida y acaricie sus dientes, hasta que poco a poco la fue abriendo y sentí su húmeda lengua. He de decir que mi mano era un puñado entre sus piernas sobre su falda, un puñado de faldas, braga y coño.
Y apretaba y aflojaba, varias veces, a ese ritmo, la mano o el puño, es esa sensación en que crees que das placer salvaje, costumbres trasnochadas aprendidas en el campo, con el ganado. Y fue esa ocurrencia de meterme más adentro, ya en el interior de la falda, en el interior de la braga para hacer otro puñado muy grande notando sus pelos en mis manos y aquella fluidez dispuesta, rezumando, creía, sobre la palma de mi mano una suave viscosidad, divina, fruto de su supuesta calentura posmenopáusica, vete tú a saber, si era así..., si rezumaba.
Fue su rodilla, pretendo suponerlo contra mis huevos, lo de mis huevos era cierto, un hondo dolor después de aquel descomunal golpe tan imprevisto en si mismo, pura inercia seca y fuerte entre mis ingles; ira transformada en fuerza. Pude haber quedado pálido, no sé, tirado fetalmente, con mis manos allí, aliviando lo imposible, aquel dolor que emergía quemándome por momentos, debajo casi de la misma cola del piano, o lo que pudiera llamarse la parte cóncava que veía desde mi ridícula posición.

Análisis:
-Lo impredecible de las reacciones humanas.
-Intentando ser discreto, pensando que la discreción tapa ciertas ansias, aparentemente.
-Lo supuesto de nuestros pensamientos alegóricos respecto a la realidad cierta del otro ser, que imaginado, creemos se presenta ante nosotros como un objeto repentino, que puede ser pasajeramente ¿amado?, manoseado, sin más.
-Un rodillazo en mis huevos como efecto de un erróneo planteamiento movido por apariencias ambientales externas muy imprecisas.
-La suposición de cierta ternura donde solamente había impulsos felinos, o recuerdos de fidelidades maritales dadas, prometidas, en el lecho de muerte: “nunca más follada, nunca más mi coño horadado”.

En la campiña arrullaban cantos matutinos los alimoches, aguiluchos y vencejos, gorriones también había. Las gotas frías de rocío se disponían impacientes para ser absorbidas por el sol. Mis huevos aún hervían impávidos, indefensos, sin ser culpables de nada, absolutamente.

Era antes del amanecer y decidí coger mi auto de cuatro ruedas (4) para irme destemplado a un lugar llamado Otro Sitio. Llegué a Otro Sitio después de conducir durante unos treinta minutos por una autovía con escaso tráfico y varios túneles repetidos y equidistantes. Había un amanecer despejado y generoso en rastros rojizos horizontales sobre unas montañas suaves aún no despejadas del todo por la oscuridad. Me mantuve con cierta disciplina al volante, con aquella sensación que me venía en forma de pulsión desde la entrepierna.

Llegué al Otro Sitio a las ocho y media de la mañana y decidí aparcar directamente delante de la plaza de abastos. La campanita de la puerta de entrada en arco de oliva estaba dando los tres badajitos de las medias. Había dos perros con los culos juntos, de esa forma en que no pueden salirse una vez acabado el coito, ahora sin gusto alguno, un guripa con medio medallero refulgido, quiero decir brillante, en las solapas, indicativos de la municipalidad, los iba arrimando con su bota grande, despreocupadamente, y los canes, aullaban, ahora de dolor, sus miembros ahora enculados a noventa grados, sus miembros hinchados ahora a noventa grados llenos de dolor, sin poder salirse el uno del otro (yo en estos casos me desinflo, pensé para mí, ¡qué dolor!).

Por muy bien que puedas describir un hecho, incluyendo todas las sensaciones de los sentidos, nunca será igual que la realidad.
Cómo podrías describir el olor de unos fréjoles cociéndose, por ejemplo.
¿Es cierto que unos olores invitan a otros olores? Esta podría ser una teoría nada despreciable.
Había razonado comer pescado a medio día.
¿De alguna forma se me había ocurrido comer pescado?
¿Olía mi mano, aún, a pescado? No puedo describir ese olor. Es eso el motivo de mi ocurrencia, mis ganas de pescado.
No lo sé, no puedo saberlo.
Puede ser. Podría ser.

Había pasado varias veces viendo los peces. Todos acostados en diferentes posiciones, ordenados por tamaños en algunos casos, en otros casos ordenados por clases, nunca ordenados por colores ni por el precio; otros a granel depositados por el hielo como si los hubiesen tirado a propósito. Di varias vueltas como digo, y me fijé en un salmonete de tamaño mediano dispuesto en navegación, apoyado sobre su parte inferior, ligeramente encorvado, sus ojos a los lados como si aún estuviesen tocados por el agua del mar. Me decidí por sus ojos carmesí que parecían mirarme de lado, o ladeados. Para que me pudiesen mirar los ojos del salmonete debería recorrer hacía cada lado una proporción aproximada a dos pasos equidistantes; entonces el me veía, indistintamente por cada ojo, dependiendo de que lado me dispusiese durante la observación.Delante de mí una señora mayor estiraba su mano para coger merluza en rodajitas. Cuando me aproxime todos los peces allí dispuestos parecían enjaezados para que fuesen ellos de mi elección. Pero yo, le dije a Ella, una pescadera rolliza, con mandilón de caucho hasta la cintura y guantes de plástico hasta los codos, muy abrigada, déme ese, el salmonete, como lo quiere, en rodajitas, sin cola, la cabeza partida, le quito los ojos, no los ojos no se los quite, y lo de las huevaras (si me las llevaba), va y me dice, se lleva usted las huevaras.

Todo en esta jornada era relativamente nauseabundo.

Retorné a mi casa a las nueve y media de la mañana del día de hoy, ciertamente, he retornado medio sano. De alguna forma encogido, ligeramente doblado al lado izquierdo en sentido de mi propulsión. Cuando ayer salí de mi casa no me imaginaba cómo iba a volver. Nadie estaba en el garaje, nadie en el ascensor, así que no tuve que explicar ninguna coartada por mi estado de deambulación. Aunque no había nadie, fui discreto al entrar en mi casa. Deposité el salmonete en la nevera como si nada, quiero decir tirarlo dentro según venia. Luego, aún, aquel adormecimiento. No supe que hacer de inmediato, ninguna idea, es eso, es eso. Me dio por asomarme al espejo, presumiblemente era yo, al salir del baño aún quedaba allí mi imagen, extrañamente, mirándome.



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