EN SU CARA.



Argimiro era un iconoclasta psicológico que destruía a todo lo que tocaba. Era de esos compañeros de oficina, simpatiquillos, ramplones y miserables que se ríen de todo lo vencido y apocado. En mis primeros meses de trabajo me lo había hecho pasar muy mal con sus bromas desconsideradas, sus burlas y vejaciones. No voy a pormenorizar todo lo vivido en aquellos pasillos recortados por biombos y estanterías. Pero todo tiene en esta vida su justo precio, es el fabuloso precio que vale la venganza. La idea surgió un jueves de semana santa de hace casi un año. Lo vi con su mujer en una sidrería del barrio del Coto, sentados en una mesa del fondo. No sé si el me vio. Pero yo los estuve observando largo rato, y comprendí por el comportamiento de ella, por sus miradas, por su forma de gesticular, por un sexto sentido que a veces tenemos, que era una gran celosa. Lo medité a la vuelta hacía mi casa, lo pensé sagazmente, lo razoné. La idea me vino cuando al llegar un día del trabajo vi aquellas muestras de perfume, fragancias a la luz de la Luna, a nombre de mi mujer sobre el taquillón de la entrada. En un flas fugaz y repentino se me vino a la cabeza aquella idea... Tardé unas dos semanas en hacerme con una llave de su taquilla, allí dejaba habitualmente su chaqueta, abrigo, o bufanda y sus cosas personales. No fue difícil empezar a posar aquellas gotitas en cuello, mangas, forro interior, etc., solo un rastro imperceptible; algunas veces mojado levemente en un algodón con el fin de que no se diese cuenta. Solo la astucia de una mujer puede descubrirla, sólo el efluvio del tapón de la gasolina del coche podría aliviarlo y confundirlo. Es indudable que su mujer me había parecido una gran zorra olorosa. Distribuí durante dos meses aquel leve sopor alternando los días. Algunas veces le colgué disimuladamente largos cabellos en la zona interior del cuello y solapas, (eran cabellos de Mercedes, la de Compras, me aprovechaba de su incipiente alopecia).
Con esta ceremonia obsesiva, repetitiva en el tiempo, pasé unos tres meses, sin efectos aparentes; sin que aquel hijo de la gran puta dejara de machacarme con sus burlas. Hasta que un día, un cuatro de septiembre, lo recuerdo como si fuera hoy, lo vi entrar, casi desapercibido, silencioso, con aquellos cuatro arañazos, como si le hubieran dibujado las senyera catalana sobre en su cara.

Comentarios

Poma ha dicho que…
Y los de la senyera decimos : " Qui la fa, la paga".
Anita Noire ha dicho que…
Y te digo una cosa, si no fuera porque en tus escritos hablas de comerle el nispero a las mujeres como sólo un tipo lo haría, afirmaría que esta estrategía es tan perversa que sólo una mujer puede planear.
Que bueno.

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