CAILLEACH





Guarda mi sueño.
La antigua sensación que no olvidas. Un beso largo sin amor que permanece. Has sido el elegido para penar por las calles. Entre puertas cerradas, solares vacíos, hasta que llegue el encuentro que te redima. Aplastado por el peso de la noche, boca arriba, con esa mueca de los seres imposibles. No hay dos caras que queden iguales cuando las visita la muerte. He de recordar una fantasía antes de que mi boca se llene de estrellas esperando un último beso.No era un presentimiento.

Me desvié en la revuelta del Perdón y subí una corta senda que da a la cueva del Chanto. Era una tormenta de verano intensa. Por las montañas de Ansilán  había claros azules por donde se filtraba el sol en forma de rayos casi místicos, y  en el escarpado de Arrumas una nube negra que asustaba, con truenos largos y relámpagos que partían el cielo en la lejanía. Casi empapado logré entrar en el Chanto, atravesando un empedrado de aluvión pastoso y losas de pizarra que había a la entrada. La cueva siempre estaba disimuladamente tapada por tres robles altos y gruesos, y un castaño resguardado que nacía trenzado sobre las rendijas que dejaban dos rocas partidas. Su entrada es diminuta, muy estrecha, por lo que hay que pasar de lado hacía una cavidad amplia y cavernosa, con fuerte olor de lodos descompuestos mezclados de areniscas sobre el suelo, y un techo apenas perceptible lleno de pequeños limos de estalactitas. Frente a la abertura se aprecia monstruosa, por la escasa claridad, una columna primaria, deforme, con un raro pie circular en forma de altar en su base. Por el suelo había gran cantidad de huesos de animales, plumas de aves y moho blanquecino que brillaba con la escasa claridad por las irregulares paredes.
Se decía que esta cueva tenía una gran sima nunca transitada, y  algunas leyendas comentaban que llegaba al mar a la altura de la Punta Dos Corvos, y que algunas noches en pleno silencio de búhos y cornejas, se escuchaban las olas aproximándose por su sima interminable. Pero el mar estaba muy lejos y lo único que oía era el torrente del aguacero que caía sobre la entrada, precipitándose loma abajo, arrastrando hojarasca y tierra.
Estaba totalmente empapado. Decidí sentarme en una roca húmeda cercana  a la claridad. Así permanecí unos instantes apreciando las ramas de los robles con sus hojas amarillentas, agitadas por los goterones de lluvia que las hacia caer al suelo. Cansado me recosté.  Mis ojos fueron observando la escasa parte del techo que dejaba ver la entrada. Adiviné o imaginé extrañas figuras sobre su rugosidad. Mi mirada se hizo perdida y ensoñada y la medida del tiempo pareció desaparecer por un mágico encantamiento de un fuerte olor de una extraña fragancia que me iba aproximándome al letargo, o a los inicios del sueño, con mi nuca incómodamente recostada hacía la lúgubre sima, plenamente oscura, como si  formara parte del otro mundo.
Puede que estuviese soñando o ensoñando o plenamente dormido cuando la vi acercarse escondida entre sombras y volutas azuladas, su cabeza rodeada de un largo pelo negro en una mitad, y en la otra mitad de color centeno. No sé de qué forma apareció. De qué forma avanzaba, si apoyándose en el suelo, si levitaba, si volaba sin brazos, si tenía plumaje o escamas, si llevaba pies o cola,si tenía un sólo ojo o dos ojos. A ciencia cierta sólo vi su cara, separado el pelo por una leve brisa. Lentamente fue acercando sus labios a mi boca. Cerré los ojos no sé por qué sensual instinto de dejarme llevar por aquella lengua larga y carnosa ,que se revolvió entre mis encías, buscando la profundidad de mi garganta. No sé si estaba dormido cuando la luz fuerte de la tarde se posó sobre mis ojos y vi que ya no llovía sobre los robles, sobre el castaño centenario. Sólo sentía un goterón constante golpeando sobre las pizarras del suelo.
Salí de la cueva del Chanto sintiendo la humedad sobre mi cuerpo, con una extraña desazón de sueño incompleto, bajé rápido cogiéndome al monte bajo y a los xestales. Cuando estaba saliendo de la vuelta del Perdón, se anudaban las ramas con el viento, la tierra olía al sopor de la lluvia soltando vaho blanquecino entre piedras y arbustos. Mi boca tenía un sabor a rancia melaza. No pensaba en nada. Ni en mi sueño. Tardé en darme cuenta de que sobre mi cuello el viento agitaba varios cabellos largos, y sobre mi ropa se había fijado aquella fragancia extraña que me estuvo acompañando, inexplicablemente, varios días como un extraño y maldito presentimiento.

Comentarios

Nieves Bruxina ha dicho que…
una bruxa :)
Anónimo ha dicho que…
La cueva existe. Pero no era una BRUXINA...
Gracias, un abrazo.
Anónimo ha dicho que…
Este comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.
Delia Díaz ha dicho que…
siempre me parece ir agarrada a tus dedos mientras leo lo escrito...

y me gusta tanto el viaje

abrázote

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