LUZ EXTRAÑA.




No sé muy bien cuándo me ha ocurrido.
Me había puesto unos enjuagues con un lingotazo de Listerine.
Un hombre de este tamaño sin pegar un palo al agua no es cosa buena.
Me habían dicho: hoy o mañana. Ya sabes eso de que llega mañana y otra vez te dicen lo mismo: hoy o mañana, ayer ya no puede ser. Incluso en los recuerdos no puede ser.
Insistí en permanecer un rato en todas las colas preestablecidas para ir pasando buenamente las horas matutinas. Según iba caminando a la espera de una entrada para eventos deportivos, o me encontraba con una vuelta y media de gentes con sillas y tiendas de campaña para una lidia de toros, o para un drama teatral, o para un juglar juvenil todas quinceañeras, lolitonas, palpitando su sisito unas veces virgo, otras veces sin virgo, siempre húmedo bienoliente a carnaza de pescado. De esa forma peculiar pasaban los días, tardes muy amplias después de mañanas vertiginosas, fluctuando ligeramente las corrientes del aire veraniego, con esos sopores calenturientos hasta el ocaso vespertino, todo muy teñido de sangre sobre el mar y las montañas.

A Tomasita con su pan bregado en un fardelito de tela bordada a ganchillo. Recién entrada en el portal, desde lejos un culo nada enjuto que entra lentamente en el fresquito, antes de una escalera empinada de madera comida por la lejía. Yo poco después con una diferencia de apenas doce pasos abundantes, también entro como un aparecido en aquella oscuridad, aturdidos los ojos por el resplandor de la calle. Llevo bajo mis brazos cuatro panfletos, y apenas entraban mis pasos tan pequeños sobre los azulejos de color marrón tipo rosa de los vientos, mis pies con zapatos de badana casi resbalando, o haciendo tico, tico y tico, resonando debajo de una claraboya tapada por viejo moho y cagadas de gaviotas.

De qué forma al subir mis ojos turbios que venían de la luz veían un resplandor celestial. Después de doce pasos o no sé cuánto tiempo, no puedo decir cuanto tiempo había pasado medido en pasos, perdido el descoyuntado culo de la Tomasita en el quicio del portal, la cola de su mandil blandiéndose como una conejita. Cuánto tiempo puede pasar desde que una vieja entra hasta que yo llego a donde la vieja entraba, y cuanto se ha desplazado la vieja cuando yo ya estaba dentro del portal, en medio de aquel resplandor cegador, media hora no podría ser, veinte minutos (quizás) no podrían ser, o quizás no eran doce pasos, eran mil doscientos pasos los que había, incluso, (quizás) no era mi portal, era otro portal, la vieja de turno entrando con dos barras de pan bregado para comer masticado biliosamente sobre las encías.

Todas las ancianitas con su mandil a dos lazos amplios al estilo pajarita, con ese retrueque lleno de salero (bien meneado, aún).

Allí.
Fue allí.
La escalera crujía lastimada, la escalera de la época de Primo de Rivera aún con aquellos embellecedores cóncavos, escalones primero en un tramo recto, luego quebrando en curva. El primer pan estaba en el octavo o el noveno escalón, algo blando debajo de mi pie, el otro pan fue más extrañeza entre tanta penumbra iluminada (unas veces), otras veces como si los ojos no quisieran ver. Luego tropecé del todo y me fui de bruces sobre su cuerpo, fue como si por una casualidad extraña hubiera besado sus finos labios, hubiera sentido su pelo rozando mis orejas, sus arrugas en mis pómulos. Como si estuviera la muerte allí tan olorosa a nenuco. Me levanté como una ballesta, muy estremecido. La penumbra ya se había hecho con la claridad de mis ojos. Del portal entraba una franja de luz plena de más allá del medio día, la percibía plenamente allí tirada, con las faldas levantadas, las bragas quitadas, sus piernas diminutas, y su coño muy violado, lleno de semen, y su pelo largo y encanecido como las barbas de un discípulo centenario de Rabindranath Tagore. (Un potorro inanimado, todo allí a lo interruptus, por precaución de preñado...)

Decorado mi rincón con una ventana alta. Una puerta de gris pelado a herrumbres. Cuatro pasadores y una mirilla en forma de ojo de buey. Ojeo los panfletos de la feria taurina de Begoña y los otros eventos. Les había dicho y explicado lo que me pasa con el hoy y con el mañana, y de que forma aún pienso que vivo en el ayer, o de que forma confundo los estados temporales, con una percepción especial de ver hechos que acaecen a muchos metros de distancia. No eran doce pasos desde que mis ojos vieron el culo enjuto de Tomasa, muchos cientos de metros eran, desde la última cola de pibitas. En realidad no soy el violador.


Comentarios

Delia Díaz ha dicho que…
esas colas y la medida del tiempo, doce pasos que son miles, un antes y un después, la luz cegadora, la oscuridad que guarda macabros, mujeres expuestas y sus sombras...

gustome con el café tomado, como si ayudara a hidratar la cal formada en la garganta

beso, Maese
Idus_druida ha dicho que…
Gracias, Delia. Me agrada mucho que hayas entrado por estos lares.
Un abrazo.
La abuela frescotona ha dicho que…
TUS ESCRITOS ME LLEVAN A ESOS MOMENTOS EN QUE LA REALIDAD SE NOS HACE ESQUIVA Y POR PURA PORFÍA INSISTIMOS EN VER LO QUE DESEAMOS, NO IMPORTA LA DISTANCIA...
ME GUSTA TU ESCRITO, SALUDOS KENIT

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