SOBRE EL SUELO.
Me había figurado luchar con el ángel, fuerte,
excesivamente enérgico, maduro, vestido
con bata de boxeador. Antes habíamos vomitado cada uno por su lado. Mi ángel
con ulcera de estómago sobre mi grupa asomando la cabeza por mi hombro.
Cuando llegaba mi hijo, en esos instantes previos a
su llegada tan agitada, el ángel se me subía a la grupa, y los dos deambulábamos
con tremendos nervios en el estómago. Ni que decir tiene que mi hijo entraba
sin hablar, imperante, dijéramos sospechosamente dominante y agresivo por la
abstinencia.
La secuencia era la usual, a mi me sujetaba por el
cuello y yo balbuceaba con ese tembleque de los ancianos, el ángel me
abandonaba y se subía a él, dada la parte ocupada por su brazo. He de decir que
mi hijo no tenía ninguna contemplación y sospechaba que el dinero estaba
cambiado de sitio, y no entraba buscando, entraba a horcajadas sobre mi cuello,
donde el ángel, con sus alas debía de volar hasta los anaqueles de la cocina,
cerca de un botijo de porcelana que hacía de adorno; más de una vez el botijo
estuvo a punto de desprenderse sobre los quemadores de butano. Sí. Esa era la
secuencia. Mi cuello de viejo apresado por su robusto brazo derecho, y con la
izquierda haciéndome un torniquete a la nariz con sus dos dedos índice y pulgar,
al mismo tiempo que me preguntaba dónde estaba el dinero esta vez, en qué lugar
imaginado de la casa lo escondía, llamándome, incluso, hijo de la gran puta,
que sería su abuela, o no sé…
Mi ángel puso aquella apariencia luchadora. Yo
sabía cuando las uñas de sus patas no eran dulces en el reposar sobre mis
hombros. Retornó a mi desde donde estaba el botijo con un equilibrio estable, y
se fue a hasta los ojos de mi hijo. El primer picotazo debió de ser
extraordinariamente doloroso, el grito fue de pleno horror, quizás se oyese en
todo el patio de luces, las ventanas colindantes, y el portal de entrada. Le
prosiguieron numerosos picotazos más. Sentí sobre mis espaldas la sangre de mi
sangre, que era la de mi hijo, y como, en un violento impulso, empezó a revolverse
por el suelo de la cocina como una
ballesta a fuertes impulsos entre las cuatro sillas y debajo de la
propia mesa de mármol. Sus gritos eran espeluznantes, nunca me había imaginado
que mi propio hijo pudiese gritar así, nunca jamás había escuchado semejante
timbre de voz de su boca. Farfullaba palabras ininteligibles, y por la forma de
moverse y llevar las manos a su frente supuse que estaba completamente sin ojos para
poder ver.
Mi ángel ahora en mi grupa, sin la bata de
boxeador, con plumajes blancos brillantes, inmaculados, asomaba su cabeza a mi
sien, y ambos lo mirábamos allí en el suelo, de vez en cuando, aún, diciéndome
dónde guardaba el asqueroso dinero de la paga del mes de Agosto, mientras la
navaja que apenas sujetaba mi mano
derecha se fue cayendo lentamente contra el suelo.
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