ANO.




Miré al cielo omnipotente mientras meaba sobre una maleza de zarzales y brezo. Todo esto lo hacía al cielo de poniente en su larga presentación de nubes entrelazadas, figuras llenas de anarquía a las que trataba de poner cierto orden mental dentro de aquella total ofuscación. La soledad del bosque solo roto por el ulular del viento y el graznido de algún ave desesperada.
Sentía aquel dolor horrendo en mi linea pectinea, desflorado mi esfinter interno, aún notaba la humedad de aquellos restos sanguinolentos. Aunque mi verdadero dolor era otro, aquella obsesión ofuscada de verme violentado por los tres robustos madereros del bosque de los Robledales. Me sentía aprisionado aún por el cuello y la rodilla del calvo y su aliento a orujo sobre mi boca, mientras uno moreno me entraba sin compasión a tirones salvajes, y así se fueron turnando uno tras otro sin la más mínima compasión. Dejándome allí tirado, al borde del camino, dentro de aquella inmensa soledad.

Mi incertidumbre era total ahora. Era indudable que estaba subiendo, lo notaba en mi intima gravedad, yo estaba pesado dentro de mi. Pude comprobar el desfiladero que llegaba a una profundidad inmedible y era muy ágil y recto en su verticalidad, como si alguien de gran poder hubiera erosionado las rocas para hacerlas tan extrañamente planas y rectas. El precipicio en si daba vértigo, lo digo en el sentido de que debería tener miedo cuando me asomé a comprobar hasta dónde pudiera llegar mi decisión de suicidio. En aquellos instantes no tenía esa sensación humana que te anima a seguir viviendo. Para dimensionar y digerir el precipicio arroje una piedra de cuarzo. Cayó pacientemente haciéndose añicos al chocar contra los bordes, vadeando ahora, de lado ahora, en vertical ahora, no pude apreciar el final, todo era muy profundo. Sólo me quedaba tomar la decisión para acabar con el sufrimiento de aquel odio, y las punzadas que como un cuchillo penetraban por mi hollado y desflorado ano.


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