VARIACIÓN DEL ABDUCIDO.



De como llegué a la vaguada de Outariz no puedo decir nada. Aparecí en la ballicada de Estanislao oliendo mucho a "solysombra", ese regusto apelmazado que tiene el anís no lo olvidas, aunque vomites siempre te queda ese rastro dulzón. Lo raro es que el ballico estaba erguido, lleno de perlas de rocío, intacto, como si me hubieran posado allí en un prodigio de ingravidez. Cómo iba a ser eso, todo lo que camina deja parte de la vida cuando avanza, y yo estaba allí por algo que era tan leve como la nada, casi sin alma.
Cuando no llevas el alma se nota mucho porque donde las tripas es como un abismo, y donde el corazón como si no existieras, y los ojos deben de estar negros donde está lo blanco, como si no miraran, y lo que son los recuerdos como si no pudiesen llegar a ti para saber quién eres. Ahora sé que era la vaguada de Outariz, porque me lo dijo el Bouzo, que las había pasado canutas para subirme a la mula de tan mal como me vio. El Bouzo venía desde más abajo de Requeixo castrando berracos, se desvió hasta Otariz para dejarme tirado en la acera de ultramarinos Quintela, al lado de una montaña de guano para las patatas.

Yo si es del culo lo noto rápido, me llevo la mano allí por el dolor, y como virgen no estoy lo noto más ancho, aunque del gusto como que no me acordaba de nada, algunas veces si el zorollo es ancho, pues me digo por ahí anduvieron dándome otra vez sin prestarme atención de lo borracho que estaba.

Muchas veces había sucumbido demostrando mi hombría embocado un embudo en mi boca sobre un banco del bar del Zomba, hasta un cuartillo de "solysombra", de aquella química hecha en la Fonsagrada, traída al pueblo por el Trapexo. Me tiraban después entre los zarzales al principio de la pista que lleva a los molinos de viento. Cuando despertaba sentía aquel sonido como si se rompiera el vacío, un zassss largo y pausado igual que cuando se aleja un tren que lleva gente con mucha pena, y ya en los primeros rayos del amanecer aquella mole que venía sobre mi cabeza y luego se alejaba una y otra vez, y luego volvía y volvía.

Yo, al médico don Emérito, siempre le llevaba pruebas fehacientes de que había sido violentado, recuerdo la última vez que fui a verlo como aquel día que yo hurgaba por entre los tejados con mis ojos perdidos ensimismado por el humo de las chimeneas en forma de intestino, era tan recto que no podía imaginar dónde estaba su final. Intentaba saberlo, pero no podía. Había petirrojos y todo la sublime sospechaba que estaba entre lo que no podía ver, entre la amplia luz y la suave brisa de la mañana.

Hasta que nexo de tiempo recordamos lo inmediato, lo oscuro, y por ser muy desagradable desaparece del recuerdo.

Una vez arrojado de la cama, desnudo todo el culo, mi ano aún con aquel dolor supuestamente rojo y cedido. Lo único que supe hacer fue arrimarme a la ventana, aún con el letargo de cuatro largas horas de extraño sueño convulso, sin recordarlo, solo esa leve sensación de que algo fuera de lo común había turbado mis pensamientos.

Mis ojos cegados por aquella extraña luz azulada, como si flotara dentro de la nada.

Las vacas de Xuan pasaban, la mula de Xuan que llevaba a Xuan sobre unas alforjas, y Xuan con un apeo sobre el hombro y así sobre la mula, guardando la verticalidad con aquel movimiento leve hacia los lados.

Me toqué aún más abajo del quicio por donde el escozor, me vi la mano con cierto rastro de sangre por el trasero, mientras la Galana y la Pinta y la Mula y Xuan se fueron yendo, alejándose, ahora como si reptaran a lo lejos.

A veces venían cuervos sobre un manzanal reinetero poblado de frutos que había plantado por Santa Inés en nombre de todos los Santos. Los cuervos estaban allí oteando gusanos sobre las partes carcomidas del manzanal. Yo con mis dolores por la planta de arriba con mi mano en el culo oyendo sus graznidos. No sé de qué forma andaba con pasos muy cortos para que el dolor fuese más leve.

Trataba de acordarme de los delirios de ayer, de qué forma el suceso, con cierta hambre, dando vueltas por la alcoba ennegrecida, entre trenzados de mazorcas colgadas de ganchos amarrados a las vigas de madera, en el fondo, trasnochados, tres cuadros amarillentos con escenas tropicales de mares lentos y muy verdes.

El silencio es eso..., lo que quieras tú.
Ni entre el silencio recordaba lo que pudo ser una abducción extraterrestre.
El silencio son gorjeos del viento y sus mensajes interpretados, voces de otras épocas.

Llamaba a mi madre como cuando cabeceaba entre sus tetas, o dormido sobre sus rodillas oliendo su pistacho y el estiércol de sus manos, allí, aún, el resto maloliente del último viaje de mi padre corriéndose fuera como un cerdo para que, según él, no nacieran más gilipollas.

Por la ventana ya no sentía nada, sí, era el silencio que yo deseaba.
No me daba más. Me retorcía de dolores por donde mi tubo terminaba. La macabra abducción, casi sin voces podía recordar, una luz cegadora sobre mis ojos, un sonido del más allá a máquinas celestiales, mis manos atadas, mis pies atados, y quizás algo, un soniquete familiar, la voz de Xuan a lo lejos dándole varadas a la Galana.

No es por nada, creía que Xuan era un Capitán intergaláctico.

No lo dudaba, incluso se lo insinué a Don Emérito, mientra miraba aún mi ano sanguinolento, qué mala suerte la mía siempre desconocía quién era el violador. Yo de aquella ya se lo dije a Don Emérito. No era esquizofrenia, alguien me emborrachaba con brebajes de esta tierra, pero eran de otro mundo los que hollaban la santidad de mi ano.

Casi por dos semanas, aún existía ese dolor, y casi nada de hombría.

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