OTOÑO.

 




Con mi Abigail cuando el 22 de septiembre empezaba el otoño. Algunas veces por la emoción le decía que la quería del todo. Abi, si es que te quiero.

Estaba tan salido que me corrí fuera, pero le dije:

te quiero igual, aunque el placer fue el mismo que si hubiera meado después de una curva,

con los niños en el coche, y tú mirando por la ventanilla del retrovisor por si me atropellaban.

 -Así es que.

Al día siguiente no tuve más remedio que ir de Eso.

Iba muy nervioso por casualidad, en mis espaldas llevaba unos ojos como si fuera a cometer un pecado mortal.

Y subí entre dos botellas de butano que había en el portal:

flores de plástico en unas mactas superfértiles, olor a cocido de garbanzos, y una bicicleta coja sin las rueda de

atrás.

De tan negra que eras solo me di cuenta de sus ojos.

Miraban así de blanco hacia los lados, a izquierda y derecha el blanco de sus ojos.

En el medio de la habitación una fontana árabe de chorro ladeado, un bidet.

La penumbra escasa desde el patio que daba a lugares escondidos:

-Marujas detrás de los visillos-.

-Viejos en las ventanas-.

-Ajuares de rodillos en los tendales-.

-Sábanas blancas sin ninguna prisa-.

El mango, por decirlo así, allí puesto, y ya casi me voy al precipicio con el chorrito semifrío.

Entre sus manos manipulando con dulzura, sentado en un butacón de porcelana.

Inadecuado. Se me salía por los ojos. Me lo dijo el taxista con su pensamiento.

-Teme vas a ir por la patita abajo.

Tus caderas también negras, dos valles llenos de tormentas.

Tu culo como un montón de arroz cargado de calamares en su tinta.

Tus labios como dos neumáticos de un todoterreno, deshinchados por el pico de una rama de roble en forma de puñal.

Y luego.

Tú sin lengua y yo con mi lengua en forma de azada.

Socavando entre teclas de piano todas blancas. Tu boca me sabía a goma de borrar.

Y tus brazos que casi no apretaban me llevaron sobre tus pechos.

Fue la única piel que encontré en mi camino. Fue el único suceso.

Fue aquello de atinar hacia el noroeste, un poco al centro. Fue.

Y casi lo tenía, cuando vinieron a mi cabeza las llanuras del desierto.

Ocho mil cadáveres, una prensa de veinte toneladas troquelando cabezas.

El olor a grasa consistente.

El olor a líquido de frenos.

El olor a medicina.

El olor a estiércol removido por las moscas de la muerte.

Solo supe que eras negra cuando me marchaba. Se me había olvidado.

Tu mano abierta casi blanca, mi corta gloria.

Llevando tu boca, por unos instantes.

En mis bolsillos vacíos, una corrida a destiempo.

Y Zoraida, tu supuesto nombre.

Quizás.

Por el joven Otoño era.

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