EL SALMONETE.

 



Era propiamente poco después del amanecer, cuando decidí coger de nuevo mi antiguo Mercedes Benz, un viejo SL de bien entrados los años setenta para irme, destemplado por el frío, a un lugar llamado Villar de Ancio.

Llegué a Villar después de conducir durante unos treinta minutos por una autovía con escaso tráfico, y varios túneles repetidos y equidistantes.
Había un amanecer bien entrado, despejado y generoso en rastros rojizos horizontales sobre unas montañas suaves aún no visibles del todo por la penumbra. Me mantuve con cierta disciplina al volante, con aquella sensación que me venía en forma de pulsión desde la entrepierna debido a mi exceso matutino.
Llegué a las ocho y media de la mañana y decidí aparcar directamente delante de la plaza de abastos. La campanita de la puerta de entrada en arco en forma de oliva estaba dando los tres badajitos de las medias.
Había dos perros con los culos juntos, de esa forma en que no pueden salirse una vez acabado el coito, ahora sin gusto alguno. Un guripa con medio medallero refulgido, quiero decir brillante, en las solapas, indicativos de la municipalidad, los iba arrimando con su bota grande, despreocupadamente, y los canes, aullaban, ahora de dolor, sus miembros ahora enculados a noventa grados, sus miembros hinchados ahora a noventa grados llenos de dolor, sin poder salirse el uno del otro (yo en estos casos me desinflo, pensé para mí, ¡qué dolor!, tener que follar de culo inverso).
Debes entender, que por muy bien que puedas describir un hecho, incluyendo todas las sensaciones de los sentidos, nunca será igual que la realidad.
Cómo podrías describir el olor de unos fréjoles cociéndose, por ejemplo.
¿Es cierto que unos olores invitan a otros olores? Esta podría ser una teoría nada despreciable.
Había razonado comer pescado a medio día.
¿De alguna forma se me había ocurrido comer pescado, por una reacción del preconsciente freudiano?
¿Olía mi mano, aún, a pescado? No puedo describir ese extraño y excitante olor.
Antes de decidir venir a Villar de Ancio, había estado furtivamente con Eva Garmendia, la mujer de un farmacéutico que hacía el turno de noche en Godos del Guadiana, a muy poca distancia de aquí. Yo no era de mucho romanticismo por si por un casual, al farmaceutico le daba por volver de imprevisto. Así que nada más llegar a su casa, mi mano iba a su coño para apretárselo y aflojarselo, dándole mucho con el dedo sin ningún ritmo ni intención de que obtuviese gusto.
Como digo, quizás fuese aquel olor fuerte a pescado de mi mano derecha lo que me hubiese dado esas apetencias sin sentido.
No lo sé, no puedo saberlo, ni lo sabré nunca.
-Podría ser, o no podría ser.
-Sí.
El caso es que me dirigí directamente al puesto de pescados, en la plaza de abastos.
Había pasado varias veces viendo los peces. Todos acostados en diferentes posiciones, ordenados por tamaños en algunos casos, en otros casos ordenados por clases, nunca ordenados por colores ni por el precio; otros a granel depositados por el hielo como si los hubiesen tirado a propósito.
Di varias vueltas como digo, y me fijé en un salmonete de tamaño mediano dispuesto en navegación, apoyado sobre su parte inferior, ligeramente encorvado, sus ojos a los lados como si aún estuviesen tocados por el agua del mar. Me decidí por sus ojos carmesí que parecían mirarme de lado, o ladeados. Para que me pudiesen mirar los ojos del salmonete debería recorrer hacia cada lado una proporción aproximada a dos pasos equidistantes; entonces él me veía, indistintamente, por cada ojo, dependiendo de que lado me dispusiese durante la observación.
Delante de mí una señora mayor estiraba su mano para coger merluza en rodajitas. Cuando me aproxime todos los peces allí dispuestos parecían enjaezados para que fuesen ellos de mi elección. Pero yo le dije a Ella, una pescadera rolliza, con mandilón de caucho hasta la cintura y guantes de plástico hasta los codos, muy abrigada, deme ese, el salmonete, como lo quiere, en rodajitas, sin cola, la cabeza partida, le quito los ojos, no los ojos no se los quite, y lo de las huevaras (si me las llevaba), va y me dice, se lleva usted las huevaras.
Todo en esta jornada era relativamente nauseabundo.
Retorné a mi casa a las diez y media de la mañana del día de hoy, ciertamente, he retornado medio sano. De alguna forma encogido, ligeramente doblado al lado izquierdo en sentido de mi propulsión. Cuando ayer salí de mi casa no me imaginaba cómo iba a volver. Nadie estaba en el garaje, nadie en el ascensor, así que no tuve que explicar ninguna coartada por mi estado de deambulación. Aunque no había nadie, fui discreto al entrar en mi casa. Deposité el salmonete en la nevera como si nada, quiero decir tirarlo dentro según venía. Luego, aún, aquel adormecimiento por los excesos con Eva en mis partes ya envejecidas. No supe que hacer de inmediato, ninguna idea, es eso, es eso. Me dio por asomarme al espejo, presumiblemente era yo, pero al salir del baño aún quedaba allí mi imagen, extrañamente con la mirada perdida, como si este corto viaje no lo hubiese hecho nunca.

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