PIEDRA.

 


Habíamos arrimado la piedra elegida, muy plana, que tenía forma de triángulo. Una de las esquinas era angosta, las otras de forma redonda y suave. Pesaba muchísimo sobre nuestros seis brazos que la erguían a duras penas.
De niños jugábamos a ver que pasaba. El futuro era el próximo segundo, que debería existir de forma somera e intangible. Las dudas se resolvían al instante, como si el tiempo tuviera esa linealidad infinita, y en realidad no existiera.
En el monte, desde aquella atalaya, las suaves colinas no tenían final. Desde aquella altura, sobre el fondo del valle se veía el camino como una serpiente que se acercaba al abismo, lleno de colores, manchas adornadas sobre el rosado y el magenta, el blanco del brezo, o los xestales amarillos que lo cubrían todo con una hermosa anarquía.
Jugábamos contra la luz para ver el secreto de sus colores, y sentir el sonido del agua, tan salvaje, deshaciéndose en espuma desde la altura de los peñascos del Xistral.
La gran piedra era la causa. A duras penas la pusimos de pie por el lado más afilado, el efecto era soltarla al unísono antes de que cediésemos por su peso.
Y verla dando vueltas, a veces como si quisiese subir al cielo, desapareciendo y apareciendo vertiginosamente.
Dejando un rastro de arbustos quebrados, y cuanto más lejos más silencio.
-Luego.
Escuchábamos. Y escuchábamos.
Era el juego.
Jugábamos con la fortuna. Podíamos hacer realidad la existencial incertidumbre de algún peregrino que iba hasta Santiago. Y que quizás gritase, por última vez horrorizado, por el camino que subía hasta Baralla.

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