ARADO.

 



Pardiño el Truñas, de Venavente de Armía, se levantó a xoncer a eso de las seis de la mañana, después de un trevado de lacón, y cuatro copas de orujo de pulpona de uva y de manzana.
No muy lejos aún la noche se iba por los barrancos de Anxía como volcado en una sombra llena de incertidumbre. Cuando entró en la cuadra el buey Roxo, y el otro Manchado de púrpura supieron que la faena estaba en el carro, y sobre el carro un arado romano de gabitón de roble, timón de fresno, y lavijas de suave abedul.
Puso los dos al tiro con un yugo de costillares, y salieron despacio. El carro ensevado se lastimaba, y hacia una cantiga de pena, según subiese o bajase penedos.
Pasaron debajo de la casa del duque de Roque, de galería y critales limpios que daban vuelta al sol, pasaron por la plaza de la Fuente, y así , gimiendo emprendieron el camino de la Embrevada, medio cuesta, con aquella pesadumbre que daba llegar pronto, para ir a empezar a venir e ir con el arado, como si escribiesen.
Dos días atrás el Truñas había quitado dos piedras enormes
xeixales, casi de tres quintales, donde se juntaban los cuatro abedules en forma de corazón, había ganado a la finca por la zona del Fico como doce metros buenos, y había por aquel lado ganado la ramada del arado. Aquellas piedras como de cuarzo con vetas negras debían de llevar como siglos, pero de la forma de como salieron al tiento de tiro de la mula, el Truñas pensó que debían de haber sido posadas allí. Sí, ahora empezaba por aquel fondón, a ir y venir con el arado, que es como si fueras con el pensamiento para un lado y para el otro, ya que no hay cosa que hacer mas que calcar y tenerse de pie, y sobretodo no dejar el alma cuando giras.
Fue poco más de la tercera alzada que salio aquella tinaja, sin romperse por suerte, porque la boca y el dental de hierro, lo hicieron por debajo, el Truñas les dio aquel bozarrón a los bueyes, y estos como con fe militar allí se quedaron, sí, allí se quedó la telera casi a romperse el jarrón que parecía tapado con barro. Fue la cosa, y hubo un instante para el pensar, para el mirar abajo y arriba a los azores, a las primeras golondrinas con aquellos zinzambos que parecían estrellarse. Luego se dobló, y a poco que le dio como un latigazo de cagalera de lo que allí abría, cogió el mazo de la agarrada, y le golpeó de lado, y aquello fue de un deslumbrar increíble por los reflejos de toda la luz junta que venia, como una aparición, por todos los lados santa luz de oro, porque el sol de aquella estaba ladeado sobre el Lombo, y de allí como un sonido también, y el pensamiento repentino si todo aquello iba a ser un secreto, de como llevarlo sin que fuese de noticia, él en si mismo, que siempre había tenido el estómago quieto, y ahora tan ansiado de inquietud, y puede que lleno de mala hora.

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